Blog Debaruch

miércoles, 27 de enero de 2010

VEINTISÉIS

Era ya muy tarde en la Plaza Mayor. Las cenefares de los edificios restaurados parecían sombras a la luz de las polvorientas farolas y los arcos de su estructura, bajo los cuales dejaban pasar calles y comercios, semejaban, a esas horas oscuras, gigantes bocas, una tras otra, tratando de engullir al taciturno Jesús, plantado valientemente en medio de todas ellas.

Miraba fijamente una ventana entreabierta. Estaba en lo más alto de un edificio de pocas plantas, y no sabía como llegar a ella.

“Treparé por la fachada y entraré por esa ventana- pensó –o lo que es mejor; treparé por la farola para entrar por la ventana o, lo que es mejor, subiré por la escalera hasta el tejado y descenderé hasta ella o, aun mejor, llamaré a la puerta y si no hay nadie la echaré abajo.”

Al acercarse al edificio, una gruesa puerta con verja de hierro se interpuso entre él y su destino. Cada bisagra era como un bizcocho, las barras, dignas de un trabajo de forja y temple, y la cerradura, la obra metalúrgica más trabajada y cincelada de todas cuantas Jesús hubiera visto nunca. Y aunque en la hendidura para la llave cupiese una manzana entera, la puerta no estaba cerrada con ella. Toda esa seguridad y robustez era cómica al no estar cerrada. Jesús la empujó con cautela y fue abriéndose pesada, yendo a chirriar sólo en el momento de detenerse. Se encontró entonces en un oscuro pasillo que en tiempos mejores fuera blanco y cuya única luminosidad provenía de las farolas de la plaza. Por el techo, cables sueltos de una instalación deficiente, en las paredes, pintadas de niños pequeños que entraban a jugar, en el suelo, charcos de humedad y olor a orina.

Alguien había escrito en con rotulador directamente sobre la pared: “No dejar basura ni bicicletas en la entrada”

Lo primero que pisó Jesús al llegar al pasillo fue una bolsa de basura y se golpeó la pierna con la rueda de una bicicleta.

Subió las escaleras con cautela, asegurando cada paso antes de apoyar su peso, pues la luz en aquel lugar solamente alcanzaba los rellanos gracias a pequeñas ventanas sin cristales. Subió en silencio aquellos peldaños por delante de puertas que le respondían con la misma mudez. De no ser por la basura y la orina pensaría que el edificio estaba deshabitado.

Finalmente alcanzó el ático.

Dos puertas, una a cada lado del rellano y ninguna con leyenda. Eso le recordaba a Jesús un acertijo de cuando era niño (dos puertas con dos centinelas, uno siempre dice la verdad, el otro siempre miente) pero en ese caso no debía buscar la pregunta correcta para seguir su camino, bastaba con que mirase la maceta que había a los pies de cada una. La planta de la derecha estaba muerta... bingo, ático primera a la derecha. En aquel lugar no vivía nadie, pero en el ático segunda sí. Su planta era frondosa y estaba bien regada. Todavía no sabía cómo entrar en ese apartamento, pero guardar silencio era primordial.

Tanteó la puerta con la yema de los dedos. La pintura estaba escamada por la humedad y caía al contacto de sus manos. Apoyó ambas palmas y presionó ligeramente, luego con terquedad, y la puerta crujió. La madera estaba podrida. Jesús sostuvo mentalmente la teoría de que si propinaba un golpe seco con el hombro, la puerta cedería sin problemas. O mejor aún, una fuerte patada en la cerradura al estilo “policía de asalto”, pero de nuevo el problema del ruido.

No podía pasar la noche en aquella escalera de modo que se arriesgó de todas formas. Levantó aparatosamente la pierna todo lo que sus pantalones le permitían, apoyó la suela del mocasín al lado de la cerradura, apuntando donde debía ir dirigida la patada, y, con la mayor de sus fuerzas, aplastó de una gran pisada la puerta del ático primera... con tan mala suerte que la madera no debía estar tan podrida como conjeturó en un principio y que, en vez de ceder, el impulso de la patada arrojó a Jesús hacia atrás, al suelo de culo. Eso sí, con un estrépito que rebotó por las paredes de la escalera, de piso en piso, hasta llegar a la calle, y de allí, a perderse en la bulliciosa noche de la ciudad.

Cuando el silencio regresó a la escalera, Jesús se levantó y trató de limpiar su traje de polvo y asquerosidades varias. Estaba tan oscuro que se contentó con sacudirse los codos y el trasero, y mientras se encontraba atareado en su indigno quehacer, la puerta del ático segunda se abrió de golpe.

La luz providente de la casa cegó a Jesús y por un momento sólo pudo ver a una señora mayor sosteniendo con ambas manos el bastón de una fregona.

-¡Que esta haciendo!- gritó la vieja.

-¿A que se refiere? solamente he llamado a la puerta.

-¡Ha sonado muy fuerte!

Jesús se dio cuenta que se encontraba ante una de esas personas que gritaban por norma, seguramente debido a que no podían oírse ni a sí mismas. Sorda como una tapia, y que si además insistía en que el golpe había sido demasiado fuerte, era porque realmente había sido atronador.

-Puede que sí, la acústica de esta escalera es fabulosa.

-¡¿Cómo dice?!

Nota mental para Jesús: aquella señora, además de sorda, tenía pinta de que le costara pensar. La palabra “acústica” tal vez fuera demasiado intelectualoide para ella, quien continuaba agarrando la fregona con ese pasmo y testadurez características del mulo alpino. Fue por la extraña ansia con la que agarraba el palo por lo que se dio cuenta que no se trataba de un palo en absoluto, sino de una larga, enjuta y maltrecha escopeta.

Jesús se asustó, y no era para menos, hasta que distinguió que el arma que sostenía la desequilibrada anciana no podía ser posterior a la guerra civil, por lo que su peligrosidad disminuía en un cincuenta por ciento.

-¿Piensa usar eso?- preguntó Jesús señalando el arma.

-¡Depende! ¿Eres un hippie?

Jesús se miró el traje de doscientos euros que llevaba puesto y la siguiente nota mental fue: cambiar de modisto.

-¡Vienen muchos hippies! ¡Ven la ventana desde la calle y piensan que pueden entrar pá viví gratis! Cuando les digo que no pueden entrar se quedan en la escalera tomando grogas hasta que saco el rifle. Entonces todos se marchan. ¿No querrás vivir gratis?- levantó ligeramente el cañón.

-No señora, por mucho que me alegrara tenerla por vecina yo ya tengo casa- dijo haciendo un gesto con la mano para que apuntara hacia otra dirección, luego continuó –verá esta es la casa de un viejo amigo mío, el señor Oriol.

-¿Es amigo del doctor Oriol?

-¿Doctor?

-Claro, era psicólogo.

Jesús echó un suspiro sobresaltado. La vieja había pronunciado “psicólogo” correctamente y a la primera. Claro estaba que cuando algo nuevo aprendía, lo retenía con avara tenacidad. Por otro lado, ahora encajaba el discursito que Oriol les dió en Son Llatzer acerca de las terminaciones nerviosas y los umbrales del dolor. Solamente un psicólogo era capaz de conocer tan irrelevante dato.

-Claro, claro. El doctor Oriol y yo éramos íntimos amigos. Todos los sábados jugábamos al Golf después de ir a misa.

-¿Y los domingos no iban a la iglesia?

-¡Claro! También, para estar seguros de haberlo entendido bien todo y para esclarecer lo que no quedó claro el sábado.

La anciana bajó la escopeta complacida.

-Entonces sabrá que se mudó hace muchos años, este piso continúa siendo suyo pero, ¡hay!, después de la muerte de su esposa volvió aquí hecho una fiera, hasta que los hombres del hospital se lo llevaron. ¿Es usted del hospital?

-No, como le dije, soy un amigo, un colega, también médico, psicólogo, eso, y Oriol me ha pedido que le traiga unas cosas que tiene en el piso, pero lamentablemente he perdido la lave. ¿No tendrá por casualidad una copia que yo pueda usar? Le prometo devolvérsela en cuanto me marche.

-No tiene pinta de psicólogo.

Sin embargo tenía pinta de hippie. Jesús se indignó.

Sin decir nada, la señora dio la vuelta y puso la escopeta en el paragüero de su entrada. Empezó a caminar con cortos pasos hacia el interior de la vivienda y desde allí le gritó que la siguiera. Jesús entró en aquel agujero con olor a sartén quemada y naftalina hasta la terraza, donde la brisa de la noche llenó de nuevo sus pulmones.

-Esta es la única forma de pasar- dijo la vieja.

Y Jesús vio como los dos balcones eran colindantes, no más de un metro entre ambos, y también antiguos, oxidados, corroídos y faltos de balaustre. La vieja lo dejó ahí con sus pensamientos, para ir a sentarse de nuevo al sofá y continuar viendo un programa del corazón. Su cara, cada vez más adusta en la sombra.

Jesús maldijo a la vieja, luego resolvió cual debía ser su proceder y, sin pensarlo, se encaramó a la fina barrera para saltar al otro balcón. Se dio impulso y al aterrizar en las baldosas notó como los pilares del edificio temblaron bajo el peso de sus zapatos. Su cuerpo sufría por los latidos de su pecho. “En esta podrías haberte matado”, pensó, pero enseguida se escabulló por la ventana entreabierta hasta el interior del ático primera.

Estaba oscuro. Dio al interruptor de la luz sin ninguna esperanza, y ciertamente hacía años que la corriente estaba cortada. Como en el pasillo de la entrada, la única luz que entraba en era gracias a las farolas de la calle. El suelo estaba sucio y lleno de tierra, arena y piedras, como si estuvieran de obras. Delante del balcón había una fuerte corriente y el frío se hacía más notable que en las escaleras. Jesús empezó a explorar, primero dentro de una habitación con desorden supino y olor inaguantable.

Era la cocina.

Salió corriendo y se introdujo en otra, esta vez un dormitorio. No tenía ventanas, solamente una enorme cama en el centro con un montón de mohosas sábanas tiesas como el cartón, que hacía años nadie cambiaba

Como Alicia en el país de la maravillas, Jesús fue descubriendo cuarto a cuarto una forma diferente de espanto doméstico. Pero la verdadera pesadilla de un ama de casa, donde el mayor horror de todos, estaba en el baño.

La siguiente habitación, un despacho. En él, un pequeño mueble lleno de carpetas abiertas y fotos colgadas por los corchos de las paredes, folios con dibujos por el suelo y papeles fotocopiados de los archivos de alguna vieja biblioteca.

-Bingo.

Se sentó y empezó a ojear los documentos. Estaban llenos de polvo que al agitarse quedaba entre los dedos y en la punta de su nariz. Primero le llamó la atención una vieja fotografía en blanco y negro de la zona más antigua de Sometimes, en ella, las casas estaban nuevas y relucientes y la gente que andaba por sus calles estaba alegre y feliz. Su vestimenta aparentaba de antes de la guerra.

Estaba todo clasificado por años y carpetas, en cada una había notas que indicaban: “hechos”, “muertes”, “recortes periodísticos”, “actas policiales”, “muertes fuera de Sometimes”, “historia del pueblo”, “historia del cielo”, “Huguet”, “los que no tienen nombre”, “hombres puzzle”, “tipos de señales”.

Jesús se sentía como un niño que hubiera descubierto un cofre bajo tierra, no importa lo que dentro hubiera, para él ya era un tesoro. De repente volvió a notar esa fría corriente tan molesta por la espalda y se levantó para cerrar la ventana cuando, al fijarse bien, se dio cuenta que ya estaba cerrada. Extrañado, dio un paso atrás y miró en la oscuridad tratando de encontrar de dónde provenía aquel aire cuando, mirando al suelo, descubrió que justo en frente suyo había un agujero de metro y medio de diámetro en las baldosas.

Se alejó sobresaltado, luego se acercó cuidadoso, se asomó cobarde y volvió a apartarse sobresaltado. Por el agujero podía verse el piso inferior, también deshabitado, y al lado de este, cantidad de capazos de caucho llenos de escombros. También había varios picos y palas con los que se había trazado el improvisado pozo.

Debió ser lo último que hiciera Oriol en esa casa antes de que se lo llevaran al psiquiátrico, un enorme agujero en el suelo. “Vaya con el psicólogo. Más loco que un rebaño de cabras”, que ironía.

Jesús cogió las fotos de las paredes y las metió en las carpetas. Lo mismo hizo con los alocados dibujos que el viento había arrojado por el suelo y luego agarró todo para salir definitivamente de aquella casa preguntándose la obsesión que tenía Oriol con el suelo y los agujeros.

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