Blog Debaruch

martes, 23 de febrero de 2010

EPÍLOGO

Cuando Luisa salió del hospital de Son Dureta no estaba recuperada del todo. Tenía largos cortes en la cara, algunos de ellos infectados, y otros tantos bajo el mortecino pijama de hospital. Permaneció ingresada cuatro días durante los cuales no dejó de divagar acerca de extraños demonios que salían del suelo para disfrutar con el dolor propio y ajeno. Fueron cuatro días en que médicos y enfermeras pensaron seriamente en trasladarla al pabellón psiquiátrico de Son Llatzer. Fue al darse cuenta de ello, y de todo lo que estaba diciendo, cuando Luisa comenzó a medir sus palabras para que no pensaran que estaba loca.

Cuando se encontró mejor, se levantó de la cama. Necesitaba salir cuanto antes. Le costó horrores vestir cada prenda, pues el apretado vendaje de ambas muñecas le restaba movilidad, pero quería estar hermosa. La faja, compresas y esparadrapos que le cubrían las heridas del cuerpo tampoco le hicieron la tarea fácil, pero finalmente estuvo arreglada. Entró en el lavabo y se peinó el pelo greñudo y rebelde, en ese momento pudo observarse con detenimiento. Se miró a los ojos, no al detestable aspecto que tenía, o las violáceas ojeras dobles debajo de ellos, sino directamente a los ojos, a sus propios ojos. Había algo de poético en ello. Mirar con lo que se mira, ver con lo que se es visto, y recordar todo lo que ha entrado por esas pupilas grabándose en la mente.

Luisa debía salir del Hospital porque tenía prisa.

Habían ido a visitarla prácticamente todos sus compañeros de trabajo, incluso el portero, todos animándola, deseándole que se mejorase pronto y tratando de esquivar el desagradable tema de la muerte de su marido. Alguna becaria se limitaba a decir:

-Lo siento mucho- y con ello, concepto extremadamente amplio, esperaba que quedase sobreentendido.

Por supuesto también vino a visitarle la policía. No los hombres uniformados de cabeza cuadrada que detuvieron a Jesús, sino un detective de verdad, un comisario, o lo que fuera, que se encargaba de usar la cabeza y no la placa. Hizo varias preguntas, la mayoría sin hilo conductor definido sino más bien saltando de un tema a otro como quién espera que, en alguno de esos botes, no encontrarse con arenas movedizas bajo los pies. Aquello le dio a entender a Luisa lo que ya sabía: no tenían ni idea de lo que había ocurrido.

La primera parada de Luisa fue la comisaría, después los juzgados y, finalmente, el calabozo, pero no por ella, sino para sacar a un amigo. Tuvo que pagar una alta fianza para que dejaran salir a Jesús de la cárcel. Las acusaciones eran graves pero no había pruebas de ninguna, de modo que simplemente estaba a la espera de juicio. Luisa desmintió que fuera él quien la atacara en su casa y se excuso por el altercado de la cueva.

-Pero no sé que pensar de Marlen- le dijo Luisa a Jesús en el bar de la editorial donde ya no trabajaba -me extraña que muriera tan pronto, el deforme tuvo que ir a buscarla casi inmediatamente después de aparecérsele el señor Huguet. Suelen tomarse su tiempo, al menos unos días y nunca más de diez.

-Yo no la maté, debes creerme.

-¿Tengo elección?

-Claro que no. Yo soy el único que puede creer tu historia, tú deberías hacer lo mismo con la mía, además, yo nunca podría hacerte daño.

Rosa, la camarera, no volvió a mirar a Jesús con los mismos ojos de deseo del otro día. Tan espantoso era su aspecto que de nada le servía sonreír de aquella manera encantadora que solo él sabía.

-¿Cómo te encuentras?- quiso saber Jesús viendo a Luisa con el brazo en cabestrillo.

-Aún peor que tú- contestó la chica tratando simplemente de ser graciosa, pues los dos tenían pinta de haber sobrevivido a un accidente aéreo.

-Entonces debes estar muerta, porque yo no puedo estar peor.

-¿Estas enamorado de mí?- preguntó Luisa de nuevo, a traición, esperando descolocar de nuevo a su amigo.

Pero en esta ocasión a Jesús no se le cayó la taza de café encima.

-Sí, creo que estoy muy enamorado de ti, Luisa.

Luisa sonrió encantadora mientras pensaba “excelente”. Jesús no tenía idea de cómo había hecho la joven para librarse de la fatídica trampa de Miguel, por lo tanto tampoco sabía que dentro de cinco días sería ella quien recibiría la visita del deforme, los gemelos puzle y el hombre marioneta.

Sintió lástima por Jesús, quien realmente pensaba que todo había acabado y que, de ahora en adelante, Luisa estaría a su lado para siempre. Ella continuó riendo. Verdaderamente era lo que necesitaba que él creyera.

jueves, 18 de febrero de 2010

CUARENTA Y TRES

Ciara se levantó más pronto que su marido, como de costumbre. Ningún rayo de sol escapaba de las nubes del cielo, aquel iba a ser el paisaje de ahora en adelante: gris, húmedo y frío. Invierno para todos. Cortó un par de rodajas de pan y las untó con tomate de rama, le gustaba desayunar fuerte los días como ese.

Grises, húmedos, fríos.

Se sentó en la silla de las patas cortadas y comenzó a hacer punto. Se tapó las rodillas con su manta de lana, pero no encendió el brasero. De vez en cuando miraba por la ventana y observaba como los coches arrancaban e iban al trabajo. Algunos niños cogían la bicicleta a pesar del frío mientras otros esperaban y apuraban el tiempo para que sus padres les acompañasen al colegio. Eran la futura generación de habitantes de Sometimes, ninguno de ellos abandonaría nunca este lugar aunque vinieran otros de nuevos.

A las ocho de la mañana la urbanización cobra vida, luego permanecen muerta hasta que esa misma gente regresa por la noche. A esas horas oscuras, las risas y las palabras desaparecen por completo, todo se convierte en silencio con la noche.

Justo en la casa de enfrente, las familiares cintas amarillas de la policía cerraban el perímetro del jardín y envolvía la puerta de entrada como un sello. La cerradura estaba reventada por dos tiros. Esas cintas amarillas representaban la muerte. No era la primera vez que aparecían, a veces se deben al descuido y otras a la inconsciencia, lo que significaba siempre lo mismo.

Marc entró por sorpresa en la pequeña salita, como de costumbre, con una mano en los riñones y otra en la pared. Sorprendió a Ciara mirando la casa de enfrente.

-Me han dicho que esta noche ya encienden la fila de farolas de la otra acera- dijo el viejo carraspeando con voz de veterano fumador.

-Es una lástima que ellos ya no puedan verlo.

-Podrán verlo todos los demás.

-¿Y eso no te da miedo? ¿No te entristece?

Marc se sentó con dificultades al lado de su esposa. Las rodillas le crujieron, luego cogió la mano de Ciara y le dio un beso en los labios. Ciara se sintió incómoda. Cada vez que Marc se ponía romántico se sentía incómoda, ya no tenían edad para esas cosas, para muestras de pasión geriátrica.

-¿Quieres que nos marchemos?- preguntó Marc.

-¿A que viene eso ahora?

-No sé, se me ha pasado por la cabeza. Sé lo mucho que te duele cuando esto ocurre- señaló por la ventana las cintas de la policía -sé que intentas con todas tus fuerzas no volver a oír hablar del señor Huguet nunca más, sé que habías cogido aprecio a esos jóvenes y sé que vendrán de nuevos, a los que también cogerás aprecio, y sobretodo se que pueden pasar dos cosas: que te vuelvas insensible o que mueras de lástima por dentro. No quiero que ocurra ninguna de las dos. Ciara, escúchame, sé que soy demasiado viejo para casi todo, pero si puedo disfrutar de ti durante los pocos días que me quedan, entonces moriré en paz. Si nos marchamos de este lugar podré verte sonreír cada mañana despreocupada, y tal vez quieras que charlemos alguna noche sin miedo. No estoy seguro pero creo que merece la pena.

-Marc, yo, yo…

-¿Eres feliz? Te lo he preguntado varias veces pero nunca me has contestado. Yo creo que no.

-Marc…

-Calla, no me trates como a un viejo.

Ciara comenzó a esforzarse por aguantar el llanto pero finalmente lo dejó correr abundante por su rostro. Le abrazó y fue ella quien le dio un beso con cariño.

Ahora lloraba, pero las lágrimas de sus mejillas nunca antes habían estado secas.

La pareja de ancianos se limitaba a ver pasar la vida. Para ellos, la historia que aconteció al comenzar el invierno no fue más que otra de tantas en que cada uno pensaba ser el protagonista. Todas las obras iguales y con idéntico final, tan solo variaban los actores y sus llantos. Marc y Ciara eran protagonistas de otra función, una que no terminaba con una esquela en el periódico que al viejo le gustaba leer cada mañana, sino que se llamaba simplemente “vida longeva”. Sometimes no es buen lugar para los ancianos. No hay tiendas ni comercios, hacer la compra semanal se convierte en una odisea y una visita al médico, cosa cada vez más habitual, en una larga excursión. Marc tenía claro que quería vivir al lado, encima, en frente o dentro de un quiosco.

A Ciara le tría sin cuidado.

miércoles, 17 de febrero de 2010

CUARENTA Y DOS

Todo esto le pasó a Miguel por la cabeza la semana pasada. La historia pasó de ser una fantasía a una cruel realidad ¿Y si en verdad llegaba el momento en que tuviera que elegir entre su vida o la de su esposa? ¿Qué haría?

El dormitorio de la señora Concha olía a cerrado. Su única ventana tenía tanto polvo en la repisa que daba a entender que nadie la había abierto en años. El cristal, sucio y grasiento, las paredes, con enormes manchas de humedad que tomaban formas fantásticas. No veía el momento de largarse de aquel lugar con Luisa, que estaba en la habitación contigua hablando con Ciara. Podía oír sus voces.

-No hay forma de evitar la muerte- le dijo la señora Concha -pero puede burlarse presentando otra persona en el momento de la ofrenda si además pronuncia estas palabras- Concha le pasó algo incomprensible escrito en un papel -Tengo tu promesa de silencio. Yo me cambié por mi marido, así que supongo que tú lo harías por Luisa. Cuando llegue el momento, toma una decisión, o tú o ella. Pero ten en cuenta que si dices algo o das la más mínima pista a Luisa de todo esto, puede que no esté dispuesta a permanecer a tu lado cuando vengan a por ti. Yo fui quien dijo la palabra quince años atrás, y aquí me ves, prueba de que el sortilegio funciona, otra cosa es que quieras usarlo, pues te aseguro que mi marido está muerto y bien muerto, pero yo también.

Miguel se quejó de mil formas distintas. No era eso lo que había venido a buscar esa mañana a la casa de la señora Concha. Había recibido una visita intrigante que desapareció como por arte de magia y necesitaba saber dónde había ido, averiguar si el señor Huguet era o no un vecino de la urbanización. La broma había llegado demasiado lejos.

Concha continuó explicándole lo terrible que iba a ser su muerte, lo serio de su situación y la condena a la que se enfrentaba. Todo era increíble, impensable, inimaginable. Pero Miguel se lo creyó por un segundo, y esa duda comenzó a crecer en su mente haciéndose cada vez más fuerte.

-Cuando llegué a este lugar- continuó diciendo la señora Concha -y me encontré en la terrible situación en la que estás tú ahora, el hombre que vivía enfrente de esta casa me confesó que había visto un libro, uno que su abuelo arrancara de las manos de un muerto. Allá se contaba como el hombre a quién buscas, el señor Huguet, se enterró vivo con sus adeptos para alcanzar el cielo. Los ángeles a los que rezaban les encontrarían en aquel oscuro lugar y así lograrían la inmortalidad rodeados de amor y placeres. La religión que Huguet predicaba no la había inventado él, sino descubierto, y era terriblemente cierta. Existen bajo tierra seres atemporales que escuchan nuestros rezos y están atentos a quienes deciden sumarse a su logia eternamente.

Miguel salió de la habitación absorto y llegó a su hogar en completo silencio. Era consciente de la preocupación de su esposa pero ¿qué podía hacer él aparte de esperar? Esperar su muerte o la de su amada. Dejó de dormir por las noches enfrentándose a cada momento con aquel dilema. Cada vez que miraba a Luisa recordaba lo mucho que la quería, cuando le hablaba, sentía como el corazón le daba un vuelco y algo le corroía por dentro al no poder confesarle las cosas horribles que había oído. Luisa era su esposa, su única vida, su todo.

A cada momento rehusó usar aquellas extrañas palabras, vocablos que llegó a memorizar de tanto leerlas, y alcanzó la firme determinación de que amaba demasiado a Luisa como para llegar a plantearse seriamente el entregarla en su lugar, que era preferible el eterno sufrimiento que le prometía su condena a una larga vida sin ella ¿Cómo podría soportar el saber que había entregado al infierno a una criatura tan celestial? Sería como si la hubiera matado él mismo con sus propias manos, y eso le condenaría a una vida de amarguras como la que sufría la señora Concha. Llegó a la determinación de que iba a morir, en efecto, hasta que una noche Luisa le confesó que junto con Jesús estaban muy cerca de encontrar el remedio a la maldición.

Entonces Miguel cambió de opinión.

Temía que Luisa investigara lo suficiente como para averiguar que la forma de librarse de esa carga era dándosela a otro. Si lo descubría, en el momento crucial no querría estar a su lado por miedo, y él no podría canjearla. Porque no quería morir, esa era la cruel verdad, y de poder evitarlo lo evitaría. A toda costa.

Esa noche Miguel se echó a llorar.

Y es que ese era su drama, una decisión demasiado difícil donde el egoísmo había superado al amor, y el instinto de supervivencia lo arrastró hacia una traición planeada, fría, de la cual era conocedor y artífice. Nada más en aquel mundo tenía importancia a parte de su guerra interna. Él también se creía el protagonista de la historia, tal vez más interesante y más intimista aunque menos planteada en estas líneas, pues difícil es hablar sobre una duda sin caer siempre sobre los mismos tópicos hamletianos.

La vida de Miguel se basó desde entonces en una eterna espera.

Todo eso fue lo que le pasó a Miguel por la cabeza estando en Sometimes. Ahora estaba en un lugar donde ponían a prueba sus sentidos y cortaban finamente la carne.

jueves, 11 de febrero de 2010

CUARENTA Y UNO

Cuando Jesús llegó a casa de Luisa estaba sudando como un animal. En su alocada carrera tropezó varias veces, de las cuales sólo en una dio con los huesos contra el suelo. El golpe ahora le hacía cojear, pero no por eso dejaba de correr. Tuvo que recuperar el aliento porque no podía ni gritar el nombre de Luisa sin asfixiarse. Apoyó las manos sobre sus rodillas y estuvo a punto de vomitar. La casa estaba frente a él con todas las luces apagadas. Los grillos continuaban llamándose los unos a los otros. El clima era engañoso y muchos insectos pensaban que todavía faltaba para el invierno, aunque la noche fuera fría. Muy fría.

Se acercó a una ventana y sin ningún remordimiento apoyó las sucias palmas de sus manos contra el cristal. Nada pudo distinguir en el interior de la casa. Un gato se asustó y corrió gimiendo mientras tiraba un cubo de hojalata. Fue a otra ventana y golpeó repetidas veces con los nudillos mientras repetía el nombre de su enamorada. Tanto la puerta principal como la del jardín estaban cerradas. Miró su reloj, continuaba parado a las veintidós horas.

Sabía que era una mala idea. Después de lo que había pasado el día anterior, era ingenuo pensar que Luisa querría hablar con él, que le dejaría explicarse, y más en su casa, donde su marido la vigilaba y controlaba constantemente, pero varias razones lo arrastraban hacia ella con apremio. La primera y más obvia, la advertencia que debía hacerle sobre Miguel. Aunque no quisiera creerle, debía que decirle que planeaba “canjearla”, planeaba salvar su vida ofreciendo la de ella a cambio, como hizo la señora Concha años atrás. Debía decirle que Miguel no era trigo limpio, como siempre había sospechado, y que ahora tenía pruebas claras. Sólo debía hablar con la señora Concha para convencerse.

Tenía que alejarse de Miguel lo más que pudiera hasta que llegase el deforme que sin duda estaba al caer, pues “nunca tarda más de diez días”.

Otra cosa de la que quería convencerla era de su inocencia. No podía seguir con su vida sabiendo que ella pensaba que era un asesino, que había planeado matarla. ¡Que locura! ¡Si era la persona a quién más quería en el mundo! ¿También le diría aquello, que durante esas últimas semanas se había enamorado irremediablemente de ella y que todo ese interés, todas esas penurias habían sido en realidad por ella? Difícil era reconocerse a sí mismo que estaba enamorado, más difícil tratándose de una mujer casada, realmente complicado siendo la esposa de su mejor amigo y rozando el absurdo cuando trataba de salvar la vida de este.

¿Qué sería lo primero en decirle? Tenía que verla a toda costa y, si era necesario, obligarla a que le escuchara. Acarició la pistola que continuaba en el bolsillo de su pantalón y se preguntó si se atrevería a encañonarla. Sin duda, si era en su propio bien, lo haría.

-¡Luisa!- gritó a la ventana del segundo piso, donde suponía estaba su cuarto.

Se arrepintió al momento. Si le descubrían antes de entrar en la casa, Miguel llamaría a la policía antes de conseguir entrar. Tomó una decisión. Fue hacia la puerta principal y extrajo la pistola del bolsillo. El silencio era absoluto, en Sometimes siempre lo es al anochecer. El arma pesaba más a cada minuto y el gatillo estaba más duro de lo que jamás hubiera imaginado. Apuntó cuidadosamente a la cerradura sin saber con exactitud donde iría a ir la bala. Respiró profundamente, aguantó un segundo el aliento y apretó el gatillo. El retroceso hizo que el cañón se levantara y la bala se estrellase unos centímetros por encima de la cerradura. Esto ocurre cuando no se aguanta el arma de la manera correcta, y Jesús nunca antes había sostenido un arma.

Fue el final de la paz, del silencio y la tranquilidad. El disparó sonó como un cañonazo y varias luces se encendieron en las casas vecinas. Jesús no perdió el tiempo y volvió a disparar acertando en esta ocasión el tiro. Una patada a la puerta fue lo que terminó haciendo que se abriera y se introdujo velozmente en la oscuridad del salón.

Al principio no vio nada. Las luces no se encendían. Un olor agridulce flotaba en el ambiente, una esencia ligeramente familiar pero demasiado sutil como para reconocerla. Algo se movió al otro lado de la sala. Jesús no bajó la pistola y comenzó a dirigirse hacia la figura que se agitaba en el suelo. Al acercarse reconoció a Luisa arrodillada, con la frente apoyada en las baldosas y los brazos atados a su espalda con alambre de espino.

-Dios santo.

Corrió a socorrerla lo más rápido que pudo.

-Tranquila, túmbate, tranquila.

Primero intentó liberarla del alambre, desenredarlo con cuidado, pero era una tarea difícil. La sangre era resbaladiza y algunas de las púas se habían clavado profundamente en la carne de sus muñecas. Cada vez que extraía una, Luisa gritaba de dolor.

-Estoy aquí bonita, estoy aquí- miró a su alrededor, no había señales de Miguel por ningún lado, de modo que fuese lo que fuese que hubiera pasado, y por muy ansioso que estuviera de averiguarlo, ya había terminado -ha pasado todo, te pondrás bien- dijo Jesús aunque no estuviera seguro del todo. La chica tenía muchos cortes aunque ninguno parecía profundo. No fue hasta que la habitación se iluminó por completo cuando descubrió el horror que se encontraba oculto por la oscuridad.

Sangre por toda la sala. Sangre por las paredes y el techo. Diferentes pedazos de carne y hueso astillado rondaban las esquinas. Antes se había preguntado donde estaba Miguel, la respuesta correcta era: “alrededor suyo”. Todavía más horroroso que todo lo que había tenido la oportunidad de ver en fotografías o leer en antiguos recortes del periódico.

-Los monstruos de los dibujos- dijo Luisa desde el suelo, agónica.

-¿Cómo Dices?

-Los monstruos de los dibujos…

La luz que había iluminado la estancia no pertenecía a las lámparas de la casa. Jesús lo sabía, y a pesar de su sorpresa, sospechó con acierto de donde provenía aquel potentísimo haz de claridad. Un coche patrulla había aparcado justo frente a la puerta abierta del salón. No pudo verlo porque lo deslumbraba, pero por la ventana reconoció los característicos colores de las sirenas policiales. Probablemente habían acudido alertados por algún vecino que escuchó los disparos.

-¿Te refieres a los dibujos que encontré en la casa de Oriol?

Varios agentes entraron entonces con las armas en alto apuntando a Jesús. Uno de ellos se echó a un lado para vomitar mientras los otros gritaban encolerizados palabras que Jesús no lograba entender. Necesitaba una respuesta de Luisa antes de que los separaran para siempre.

-¿Han estado aquí esas bestias? ¿Los hombres de los dibujos?

Sabia que siendo una religión iconoclasta, aquellos dibujos no eran de ídolos o cuadros, tampoco esculturas o relieves. La teoría más retorcida podía ser la cierta, aquellos dibujos eran de personas de verdad.

-¡Al suelo!- interrumpió uno de los agentes -¡Las manos donde pueda verlas!- todos en el cuerpo estaban informados del altercado de esa mañana y sabían de sobras que el prófugo se había llevado el arma de uno de los agentes. No vacilarían en pegarle un tiro.

Jesús levantó las manos y se alejó de Luisa. Al ver que le estaban apuntando le pareció poco adecuado quedarse cerca de una inocente, por si una bala perdida la alcanzase. Fue entonces cuando recordó que tenía el revolver en el bolsillo he hizo el gesto para sacarlo. Sabía que no tenía escapatoria, así que sacaría el arma despacio para entregarla. Empezó a realizar el gesto y los agentes le pidieron que se detuviera. Jesús hizo caso.

Un gesto como aquel podía significar su muerte si lo hacía bruscamente.

-¡Tengo una pistola en el bolsillo!

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