Blog Debaruch

jueves, 7 de enero de 2010

SEIS

El viejo Marc se levantó por la mañana con los mismos dolores que hacía una eternidad le atormentaban. Los calambres en la espalda, el dolor de las articulaciones, la debilidad en brazos y piernas, vista nublada, pies hinchados y retorcidos, dificultad para respirar y pequeños pinchazos aquí y allá. Algunos de ellos irían desapareciendo a lo largo del día, cuando su cuerpo llevase unas horas en marcha y se diera cuenta de que todavía no estaba muerto, otros, persistirán hasta la noche, acentuando su malestar y arrebatándole la alegría.

Su rutina diaria incluía tomar pastillas, bajar a por el periódico y pasar un miedo atroz al pensar que algún día sería demasiado viejo como para salir de casa. Se puso las zapatillas y se lavó la cara. La casa estaba fría. En la sala, el brasero bajo la mesa continuaba apagado y, en la cocina, nada había cociéndose al fuego. Ciara no estaba.

Miró por la ventana. El día se desarrollaba tranquilo, como el anterior y como todos durante las últimas semanas. Frío y sol. El coche de los nuevos vecinos estaba de nuevo aparcado en la calle. Un niño que llegaba tarde al colegio pasó veloz frente a su ventana montado en bicicleta y otra pareja, pocos años más viejos que ellos, le saludó con un mudo gesto desde la calle mientras paseaban en silencio. Todos los saludos eran siempre silenciosos.

Faltaba todo el día para que regresara la noche, pero la gente de Sometimes había aprendido a ser cautelosa, a ser silenciofílicos, ruidófobos. Marc tuvo ganas de gritarles palabras horrendas desde la ventana, pero en lugar de ello fue al dormitorio y se puso ropa de calle.

Pensó que Ciara debía estar visitando a Concha, su vecina.

El lumbago continuaba torturándole y retorciéndole el cuerpo. El clima húmedo de la isla no le ayudaba en absoluto. Tardó casi veinte minutos en atarse los cordones de los zapatos mientras recordaba, como cada día, que debía comprarse mocasines de una vez por todas. Cuando oyó cerrase la puerta de la calle caminó hasta la cocina y allá vio a su mujer dejando el capazo sobre la mesa. Pasó por delante de ella y, sin decir nada, la ayudó a vaciarlo. Luego fue hasta la puerta y cogió las llaves colgadas de la pared. Ciara se dirigió a los fogones y encendió un fuego para empezar a hacer la comida. Marc se detuvo a sus espaldas y observó a la vieja con la que vivía. Tenía ganas de decirle algo pero eran demasiados años de convivencia en silencio como para romperlo de repente una mañana.

-He ido a ver a la señora Concha- dijo finalmente Ciara sin apartar la mirada de los cazos.

Marc dio un paso hacia ella pero no contestó.

-Dice que hará una reunión para aclarar qué debemos hacer con los nuevos vecinos que vayan llegando a partir de ahora.

Marc continuó en silencio.

-Yo le he dicho que muy bien, que eso es lo que debe hacer, que todos tienen derecho a opinar qué es lo mejor y cada uno debe aportar su opinión.

Marc siguió en pié, tieso como un árbol, pero sin ramas.

-Le he dicho que eso es lo que debían hacer, pero que nosotros también sabemos lo que debemos hacer- se dio la vuelta y miró a Marc, con su semblante serio, su cara de viejo y las llaves en la mano –y que íbamos a advertir a la pareja de jóvenes hoy mismo, antes de que anochezca, porque eso es lo correcto- se volvió de nuevo y llenó el cazo con agua de la pica.

Marc volvió a dejar las llaves en la pared. El tintineo del metal al chocar entre sí era suave y melódico, pero también ruidoso, como todos los sonidos en aquel lugar donde el silencio era el telón de fondo, el mejor amplificador de todos. Caminó hasta la mesa, sus pasos parecían patadas, levantó el capazo y lo posó en el suelo, luego se sentó en su lugar.

-¿Estas segura?- dijo con la voz ronca y temblorosa de anciano recién levantado.

Ciara dejó todo lo que estaba haciendo y se dio la vuelta para mirarle de nuevo.

-Estoy segura, y necesito que me acompañes.

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