Blog Debaruch

sábado, 30 de enero de 2010

VEINTINUEVE

-Qué te ha contado Jesús.

La pregunta de Miguel era casi una afirmación. Continuaba sentado en el sofá con el mando a distancia en la mano recorriendo anuncios en diferentes cadenas. El salón estaba a oscuras, solamente una pequeña lámpara iluminaba una esquina de la estancia. Fuera lucía el sol, pero Miguel tenía las persianas bajadas.

-¿A que te refieres?- dijo Luisa.

Acababa de entrar y ya era víctima de una especie de interrogatorio, pues si en un principio aquel repentino interés le dio a entender que Miguel estaba saliendo de su etapa de oscurantismo y empezaba a interesarse por su alrededor, y más importante, por lo que podían ayudarle, el lenguaje que empleó discernía completamente de esa historia. Era firme y malhumorado, con un claro tono de reproche y condescendencia. Frío y altanero, como quien trata de averiguar un secreto que le es oculto. Pero no era Luisa quien mantenía secretos...

-Jesús ha descubierto cantidad de cosas interesantes- continuó Luisa tratando de contagiar ese optimismo ingenuo de quienes se sienten acorralados –puede que pronto descubra la manera de...- aún después de tantos días de sufrimiento se le hacía difícil decir en voz alta el destino que le esperaba a su marido, y mucho menos la palabra “muerte”-ya sabes.

-Muy bien cariño- dijo Miguel mirándola profundamente a los ojos -pero que manera es esa exactamente.

Luisa se asustó. Su tranquilidad, su pasividad, su condescendencia, era como si ahora Miguel tuviera miedo de que Jesús descubriera como librarle de su maldición. Luisa movió la cabeza de lado a lado. Dijo que desconocía la manera exacta, pero que no desesperara, que pronto la tendrían.

-¿Estas segura?

-¡Claro!, si la supiera te la diría.

-Solamente hay una manera de librarse de esto, y no quieras saberla. Dejad de investigar de una vez por todas.

Luisa volvió a evadirse y esta vez pensó que tal vez no tendría tiempo de acostumbrarse a que la llamaran “Señora Ferrer” o “esposa de Miguel”. Podía ser que volviera a ser señorita antes de colgar su ropa en el armario, antes de acostumbrarse a su nuevo trato. De esa manera en que vuela nuestra mente en los momentos más insospechados, cuando deberíamos estar al tanto o prestar más atención, a Luisa se le escapó la cabeza. Mientras, Miguel se enfadaba cada vez más.

“Esos labios- pensaba -esos labios rectos que tantas veces he besado, esos que tantas cosas me han dicho y que ahora se mueven delante de mí enojados, puede que en pocos días estén quietos, fríos, azules. Dejaran de bailar el frenético ballet con el que ahora los veo, y yo aquí sentada ¿Cómo se supone que debo sentirme? Parece que cualquier manera de pensar va ser la equivocada y es extraño, pues miro a Miguel y sus labios son los de siempre, pero sus palabras tan diferentes… ¿Dónde está la familiaridad, la confidencia, la intimidad que tuve con este hombre maravilloso hace tan solo una semana? ¿Dónde están sus maravillas?

Y sin embargo todavía le quiero tanto como a mí misma. No entiendo porqué estoy entonces tan indiferente.”

Entonces regresó al mundo y salió de sus pensamientos para volver al sofá a escuchar la agitada voz de Miguel resonando contra sus tímpanos.

Todos se creen protagonistas de esta historia, pero solamente Luisa desearía no serlo.

Entonces, esa última frase de Miguel cobró toda su importancia: “Solamente hay una manera de librarse de esto, y no quieras saberla” ¡Significaba que él ya la conocía! Tal vez tuviera ya la solución, que se la hubiera contado la señora Concha en la intimidad de su dormitorio durante aquel horrendo día en que el carácter de su marido cambió para siempre, o tal vez Miguel lo averiguara por su cuenta mientras ella y Jesús jugaban a los detectives por las bibliotecas, los archivos y las casas abandonadas de Palma. El por qué lo mantenía en secreto se convirtió además en un misterio. De saber cómo librarse de la maldición, no lo hacía, y eso era una incógnita más dentro de las muchas de aquel lugar.

Tal vez no quisiera hacerlo, o tal vez no hubiera llegado el momento.

De todas las cosas que le pasaron a Luisa por la mente, de todos los fugaces pensamientos que se desvanecieron mucho antes de tener conciencia de haberlos tenido, sólo pudo hacerle una pregunta a su marido. Una de simple y corriente.

-¿Me quieres?

Y el rostro de Miguel ensombreció de pena y vergüenza

-Si me dices que me quieres, yo lo creeré, aunque sea mentira.

Y Miguel se derrumbó. Abrazó a Luisa y comenzó a llorar contra su pecho.

-Te quiero- confesó entre llantos. Al hablar, hacía las pausas mínimas -Y pondré mi destino en tus manos para salvar mi alma.

Estuvieron abrazados durante horas. La noche fue ganando terreno cada minuto con fe en una victoria por todos conocida, hasta que derrotó por completo al día y las almas enmudecieron. Luisa permanecía inmóvil ante el abrazo de Miguel, su llanto había cesado por lo que posiblemente estuviera dormido. Al no querer despertarlo cuando finalmente se dejó llevar por el sueño, permaneció quieta, inmóvil hasta el extremo. En esa postura pasó la noche, una postura que se volvió insoportable con los minutos y, en ese mismo tiempo, los segundos se harían largos y agónicos hasta que dejó de pensar en ellos, olvidándolos. Entonces los miembros hormiguean y se duermen, al igual que su dueña, que cerró los ojos para disfrutar de aquel momento de normalidad en su anormal vida.

-Ten cuidado con Jesús y con lo que te diga- dijo Miguel en el momento en que Luisa cerró los ojos –No te fíes de mi amigo Jesús. Puede ser muy convincente, sobre todo cuando miente.

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