Blog Debaruch

jueves, 7 de enero de 2010

SIETE

Luisa y Miguel se asignaron, entre sudorosas sabanas con olor a sexo, las funciones de cada una de las habitaciones de la casa. Con que colores las iban a pintar y qué querían que expresase cada una de ellas.

Esa era la mayor obsesión de Luisa: qué debía expresar cada habitación. Y el mayor interrogante de Miguel: qué demonios significaba eso.

Así pues, el cansancio de la pareja era supino. Llevaban varios días durmiendo unas horas, practicando cansados deportes de alcoba y pensando mucho e intensamente en qué hacer con sus cuatro paredes. Era la resaca de su boda. Aquella era su trampa, su dicha y su desdicha, agotados veinticuatro horas al día pero encantados de estarlo, como los alpinistas que llegan a lo alto del Everest.

Esa mañana se levantaron juntos, se vistieron entre bostezos y desayunaron cereales en la mesa de la cocina. La cafetera estaba en marcha. El olor del tueste les envolvía.

-Hoy llamaré a la compañía de teléfono desde la oficina. Calculo que esta misma semana ya tendremos línea- dijo Miguel.

-Muy bien cariño, yo daré una vuelta al salir del trabajo a ver si encuentro algo bonito que poner encima del armario del recibidor. ¿Has pensado ya que vas a hacer en el trastero?

Miguel apartó su bol de cereales vacío.

-No estoy seguro, tengo tantas opciones… supongo que pondré… trastos.

-Eso ya lo sé, pero ¿qué trastos quieres guardar y que otros vas a ir dejando esparcidos por la casa?

Durante el desayuno, llegaron a la conclusión de que todo lo que Miguel trajera se quedaría en el trastero, mientras que a las cosas de Luisa... ya les harían un hueco en cualquier lado.

El timbre de la puerta sonó. Ambos se quedaron extrañados porque pocas veces lo habían oído. Todavía no lo asimilaban como propio. Se miraron y sonrieron ante su primera visita a horas tan tempranas. Cuando Luisa volvió a la cocina lo hizo acompañada de una pareja de ancianos. Caminaban con dificultad y llevaban la misma clase de ropa gris que continuaban vistiendo sus padres en el campo. Luisa sonrió y, con los invitados a su espalda para que no le vieran la cara, hizo una mueca cómica para tratar de hacer reír a Miguel.

-Estos son Marc y Ciara- dijo finalmente ofreciéndoles asiento -¡son nuestros primeros invitados! Viven en la casa de enfrente, nuestra puerta da a su puerta, y también son los primeros en darnos la bienvenida- y dijo – ¿no te parecen encantadores? Nos han traído un taper con caldo casero, así que también será lo primero que pondremos en la nevera a parte de tus cervezas- y continuó –les he dado las gracias por su regalo, y les he dicho que esta misma tarde les devolveremos el recipiente, pero aún así han insistido en entrar.

En cualquier otro lugar del mundo aquel último comentario podría tomarse como una falta de educación, pero con las personas mayores nunca se sabe. A veces no se enteran de nada y otras son tan ágiles que captan las indirectas al vuelo. Miguel no sabía a que grupo pertenecían aquellos, de lo que no cabía duda era de la buena intención que había en las palabras de Luisa. Después de años trabajando con personas “especiales” se le había pegado una forma de hablar algo infantil, como si fuera la madre de todos los adultos del mundo.

-Buenos días- dijo el viejo con una voz demasiado firme para su edad –me llamo Marc y esta es mi mujer Ciara.

Se sentó con un suspiro y apoyó ambas manos encima de la mesa, entonces escrutinó detenidamente a la pareja de jóvenes, que permanecía en pié frente a ellos abrazados por la cintura.

-El motivo de nuestra visita no es sólo para darles la bienvenida- dijo Ciara, cuando posó las manos sobre la mesa su voz se hizo más quebradiza –queríamos advertirles sobre este lugar.

Ambos se miraron con severidad. La pareja de jóvenes permaneció en pié, sonriendo, como si fuera un momento especial para ambos, aunque a Miguel le preocupara llegar tarde al trabajo y a Luisa la incógnita de si esa advertencia les iba a costar algún dinero.

-Bueno- dijo Marc –esto puede parecerles un poco raro pero, por favor, escuchen a mi mujer hasta el final. No la interrumpan y háganle caso.

Ciara asintió. Pidió que no dijeran nada hasta que hubiese acabado y luego comenzó diciendo que esa era una comunidad antigua. Antes existía un pueblo en la urbanización donde habían escogido vivir, y algo quedaba de sus gentes en las calles. Era un lugar con mucha historia, un lugar perfecto para vivir, pero sobre todo tranquilo, tan tranquilo que muchos no podían soportarlo. Aunque todo ese silencio tenía un precio.

-¿A que se refiere?- preguntó Miguel.

-Por favor, quedamos en que no interrumpirían- pausa -Deben saber que dentro de esta urbanización no se pueden decir según que cosas. Es difícil de explicar y nadie sabe el motivo, la cuestión es que hay palabras que no deben pronunciarse nunca, ni siquiera en solitario. Una palabra en concreto… Existe una palabra prohibida. Sé que puede parecerles raro y pensaran que estamos todos locos pero si preguntan a cualquiera dentro de estos límites les dirán lo mismo que nosotros. Hay una palabra que no se puede decir. Al principio es difícil vivir con esa limitación, aun siendo tan insignificante. Nuestro idioma tiene un vocabulario muy amplio y hay palabras que no usamos nunca, por eso difícil creer que no usar una de ellas vaya a costarnos tanto, pero tal vez se deba a la tendencia natural del hombre a saltarse cualquier prohibición, al pecado original, a cometer el error de Eva en el paraíso, que una vez que la sabes, no puedes pensar en otra.

La voz de Ciara sonaba dulce y calmada, como si estuviera contando un cuento a los nietos que nunca tuvo. El matrimonio de jóvenes la escuchaba en esa especie de somnolencia en la que nos sumergimos cuando escuchamos una historia. Con los oídos abiertos y los ojos cerrados.

-Al principio es difícil quitarse la palabra de la cabeza. Te acompaña como una canción pegadiza de la infancia, pero luego va desapareciendo. Con el tiempo sigue ahí, pero tan enterrada que solamente asoma ligeramente a la superficie para recordarte que no debes citarla.

-No piensen que es una frivolidad- añadió Marc –las consecuencias de pronunciar esa palabra dentro de la urbanización son funestas.

-¿Cómo de funestas?- Cuando Miguel abrió la boca se dio cuenta que estaba abrazando a Luisa con más fuerza y que la sonrisa de su cara había desaparecido.

Llegado ese punto, los jóvenes no se cuestionaban la veracidad, sólo les importaba saber cómo terminaba aquella historia. Mil preguntas se agolpaban en sus mentes esperando poder abrir la boca para dejarlas salir de una en una, como martillazos a un clavo sobre la pared. Miguel agarró con dulzura las manos de Luisa y empezó a acariciarlas. No fue un gesto nervioso, sino una demostración de amor sutil y natural. Marc se fijó en ese detalle y, como cuando era joven, trató sin darse cuenta de competir con aquel niño enamorado cogiendo las manos de Ciara y acariciándolas de igual manera. La anciana notó las rugosas manos de su marido sobre las suyas y volvió sutilmente el rostro para mirarle, pero Marc continuó con la vista al frente diciendo:

-Cuando llegamos a este lugar nadie nos dijo nada. Vivimos durante un par de semanas sin esa preocupación, pero de repente alguien murió. Nadie quiso contarnos qué había pasado, todos los vecinos estaban muy nerviosos y parecía que nos ocultaban algo- dijo -Un día tocaron a nuestra puerta y nos contaron la verdad. Por aquel entonces éramos menos, tan solo seis o siete familias, y tampoco lo creímos, como ustedes, pero con el tiempo construyeron más casas y muchos de los nuevos vecinos que tampoco lo creían fueron muriendo año tras año. Entonces nos convencimos de que todo era cierto, y nos enfadamos mucho. Recuerdo que estuvimos meses enteros sin hablar con nadie porque habían permitido que estuviéramos dos semanas enteras sin saber ese secreto terrible, dos semanas en las que podríamos haber muerto también de no ser por la suerte.

-Marc y yo tampoco hablamos mucho- matizó Ciara.

-¡Pero ellos no podían saberlo!- contestó enojado Marc -Es el problema de todas las historias, que se cuentan después de que hayan pasado.

-¿Intentan decirnos que si, en este lugar, se pronuncia una determinada palabra… la gente muere?- dijo Miguel sin poder ocultar un tono de incredulidad.

-Solamente quien la pronuncia, y no a todas horas. Hay que decir esa palabra en voz alta una vez haya anochecido, aunque la gente de por aquí la evita a cualquier hora del día. Es más sencillo crear un tabú a todas horas que no sólo en determinados momentos. Nosotros hace años que no la decimos y Ciara tiene razón, con el tiempo se vuelve insignificante.

-A ver si lo he entendido- continuó Miguel, esta vez pasando de la incredulidad al sarcasmo –si se dice la palabra en cuestión, por ejemplo, a las ocho de la tarde durante el verano no pasa nada, pero si se dice a las cinco de la tarde en invierno, cuando ya está oscuro, entonces te mueres- los mayores asintieron con la cabeza -¿Qué ocurre si se dice sobre las cuatro y media, cuando esta anocheciendo?

Luisa captó el tono sarcástico y le dio un codazo en las costillas. Miguel se inclino pero no se quejó.

-Yo no me atrevería a probarlo- contestó Marc.

-Lo que mi marido quería preguntar- dijo Luisa –es cómo empezó esta historia, ¿cuándo empezó a extenderse la leyenda?

-No es ninguna leyenda cariño, es lo que hay- interrumpió Ciara -Nosotros también preguntamos lo mismo cuando comenzamos a creer en ella, y los más viejos del lugar siempre nos contestaban con lo mismo: “Nos lo dijeron los que estaban antes”, y de esta manera, se pierde la respuesta en el tiempo. Ahora nosotros somos los viejos y repetimos lo que sabemos. Siempre ha sido así y siempre lo será. Lo mejor es no hablar de ello, ni dentro ni fuera de este lugar, hacer como si el problema no existiera pero teniendo sumo cuidado con él. Eso es lo que hacemos todos. Entiendo que pueda ser difícil de entender- Ciara apartó sus manos de las de Marc –así que simplemente creednos “por si acaso”.

Luisa se deshizo del tierno abrazo de Miguel pasando la cabeza por debajo de su codo y dirigiéndose rápidamente a la cafetera. El café estaba frío. Miguel continuó en pié mirando a sus invitados sin saber qué opinar. El que fueran un par de viejos les daba muchas papeletas para ser también un par de chiflados seniles, pero aquel episodio era tan intrigante que se negaba a descartarlo, al menos de momento. Era la típica historia que aportaba algo de magia a la vida, y los interrogantes de antes volvieron a su mente.

-¿Por qué nunca se fueron de este lugar?

-No estamos seguros. Sabemos lo que pasa pero al no haber dicho nunca la palabra imagino que una parte de nosotros continúa sin creerlo del todo. ¿Cómo íbamos a dejar nuestro hogar por algo así? ¿Por algo que no podemos estar seguros sea verdad? Este lugar juega con eso.

Luisa sirvió el café de todas formas. Lo vertió en unas bonitas tazas azules a juego con la cubertería y luego las colocó en del microondas. No se le ocurrió siquiera preguntar a sus invitados si querían una taza, dio por sentado que a su edad el café era como tantas otras cosas que quedaban atrás en la vida. Vejez, ¿cuántos años le quedaban a ella para eso? Una cuestión en que mejor no pensar. Si bien es cierto que por fuera todavía era una chica joven y hermosa, las mujeres son capaces de notar antes que nadie el paso del tiempo sobre sus huesos, ya sea porque se miran más en el espejo o porque su reloj biológico es además despertador.

Puso el horno microondas en marcha con la mirada fija en los números digitales y algo todavía más estremecedor que el paso del tiempo se le cruzó por la mente, rápido como un relámpago, algo que la había estado atormentando durante toda la mañana desde que entraran Marc y Ciara en su casa. Algo que todavía no se había atrevido a preguntar. Antes de que el horno se detuviera dijo con temor:

-¿Cuál es la palabra que no se puede decir después de la puesta del sol?

Marc, al verse sin la mano de su esposa, se frotó los puños el uno contra el otro. Había temido ese momento y sabía desde el principio que no podía evitarlo. Cuando se giró para ver a Ciara, esta ya le estaba mirando. En sus ojos se leía lo que ambos sabían. Era muy pronto, todavía faltaban horas para que saliera el sol, pero aún así ninguno de los dos quiso arriesgarse a decir lo que habían estado evitando durante tantos años.

-¿Tienen papel y bolígrafo?- preguntó la anciana.

-¿No pueden decírnoslo sin mas?- dijo Miguel ansioso -Aún es pronto.

-Lo sé, pero me sentiría más cómoda si pudiera apuntarla en un papel.

Miguel salió apresuradamente del cuarto y regresó con medio folio y un bolígrafo amarillo, los posó encima de la mesa y esperó que alguien se hiciera cargo de ellos. Fue Marc quien finalmente los cogió con determinación y rudeza, se detuvo frente la hoja en blanco, como si tuviese que recordar exactamente qué poner, y comenzó a escribir con pulso tembloroso.

Cuando terminó, tapó con su amplia mano lo que escrito para librarlo de las atentas miradas que se cernían sobre tan espeluznante termino.

-Prométanme que no la repetirán cuando la lean- advirtió –ni siquiera en un susurro.

Pasó el papel sobre la mesa y Miguel lo cogió intentando ocultar su ansiedad con movimientos demasiado lentos como para ser naturales. Entonces fijó su mirada sobre lo que había escrito, únicamente:

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