Blog Debaruch

viernes, 15 de enero de 2010

CATORCE

Luisa llegó a casa arrastrando los pies y con la mente en blanco. De pensar en algo, irremediablemente era en la cara del pobre Tom cubierta de sangre, o la de su agresor, David, adorable asesino de tierna infancia con coloridas y letales armas de juguete. Para pensar en ello, mejor no pensar en nada y caminar como un autómata por la calle, entrar en casa lánguidamente y meterse en la cama esperando que los sueños no fueran muy atroces.

Antes de acostarse llamó a Miguel a la oficina. No quiso asustarlo, ni tampoco que saliera del trabajo, o eso fue lo que le dijo cuando en realidad quería asustarlo y que saliera corriendo del trabajo para abrazarla y hacerle carantoñas.

-Tan solo quería contarte lo que ha pasado en el centro Sans- dijo tras su explicación -Estoy algo espantada, ahora mismo me voy a acostar y mañana visitaré a los niños.

-¿Quieres que pida el día libre? Te acompañaré al hospital- dijo Miguel al otro lado de la línea.

-No cariño, necesito ir sola. Sólo quiero saber como están ambos y porque ha ocurrido una cosa tan horrible.

-No siempre hay respuestas para las cosas horribles.

Y las respuestas son complicadas de extraer, sobretodo de niños que no hablan. Tal vez aquella agresión fuera un hecho tan sencillo que pudiera explicarse claramente con la frase: David quería el camión de Tom.

Eso era lo que todos pensaban en el centro. Fue una disputa por un juguete ¿Acaso no discutimos los adultos por dinero, deporte o una mujer? Todo parecía estar claro, pero Luisa Ferrer estuvo presente esa mañana y no le había parecido una simple pelea por un camión de juguete. De hecho, parecía que a David solamente le interesaba coger el camión para poder aplastarlo contra Tom.

El pequeño había caminado fríamente hacia el otro niño, le había destrozado la cabeza y luego dejado caer el camión, su arma, como si careciera del más mínimo valor. ¿Era necesario tanto esfuerzo para luego dejar escapar tu premio sin tratar de retenerlo a toda costa? No, el juguete no era el trofeo.

Pensando con un hilillo de conciencia, Luisa se quedó dormida. Soñó con un oso que paseaba pesadamente por el bosque, al llegar a un descampado descansó su pesada barrigota contra el suelo, luego murió. Pasaba el tiempo y el oso comenzó a descomponerse como en una película a cámara rápida; el gran cuerpo del oso tuvo que soportar viento, lluvia y el asedio de los insectos, seguidos de los calurosos días de verano. Pronto el enorme volumen del oso se fue reduciendo hasta que la gran montaña de piel y hueso desapareció bajo tierra.

Y los gusanos. Asquerosos gusanos, nadie sabe de donde surgen pero son los primeros en encontrar el festín

Luisa nunca ha visto un oso, ni siquiera en el zoo, por eso sabe que está soñando. No le gusta lo que ve, pero se siente más segura cuando entiende que no es real. Algo le nubla la mente. Es un viejo reloj de pared que marca las horas en finos números romanos de color negro. El segundero está parado, el reloj está parado entonces, se paró a las dos y veintisiete. Es como una fotografía tomada en el tiempo. Luisa siente lástima, siente frío y no está cómoda, de repente, sangre. Sangre por sus manos y por su cara, sangre entre las piernas y también por las paredes. La habitación está a oscuras, pero no cabe duda que todo es sangre. Una puerta se abre y la luz del exterior recorta una silueta bajo el marco de la entrada. Es el pequeño Tom. Luisa se alegra y su desesperación desaparece. El pequeño Tom está bien y la está mirando con sus ojos achinados, las orejas caídas y el cuello ancho. No tiene ninguna marca en la cara que atestigüe haber sido golpeado violentamente hasta transformarlo en una mancha informe, pero cuando Luisa se acerca, una gran cicatriz le divide el rostro y empieza a manar de nuevo esa sangre oscura, de nuevo los gusanos, y antes de caer al suelo Tom dice: “Todavía es un sueño”

Entonces Luisa despierta. Se acordaba perfectamente de todo lo visto y sentido, del miedo y del horror de las imágenes que de una manera u otra se habían metido en su cabeza y que, poco a poco, irían desapareciendo como el mismo recuerdo de aquel sueño. A la hora de comer ya no se acordaría de nada. Había sido una de sus peores pesadillas pero, teniendo en cuenta el día anterior, no era de extrañar.

¿El día anterior? En efecto, sin duda ya era domingo. El sol golpeaba tímido las persianas y se colaba entre sus rendijas atravesando la cortina de hilo. Miguel estaba a su lado, debió regresar tarde y, viendo que estaba dormida, se limitó a quitarse los zapatos y tumbarse a su lado.

¿Por qué despertarla si durmiendo tenía un momento de paz?

Justo en el momento en que Luisa se levantó, llamaron a la puerta. Se puso unas zapatillas y los mismos pantalones del día anterior. No estaba todo lo radiante que le gustaría para recibir a un invitado pero, si hay un momento en la vida de las personas en que se les perdona abrir la puerta con marcas de almohada en la mejilla, saliva seca en la comisura de los labios y los ojos hinchados como dos limones, ese es sin duda el domingo por la mañana.

Generalmente, cualquier mañana aciertas la combinación perfecta de prendas si te pones la misma ropa del día anterior, de hecho, nos vestimos conforme al tiempo que hizo ayer, ¿no?

Luisa bajó las escaleras hasta el salón. Observó por la mirilla de la puerta principal y descubrió que no había nadie. No se extrañó, en aquel lugar no se entraba por la puerta principal, todos preferían atravesar el jardín y acceder por la puerta trasera de la cocina. La casa tenía esa extraña luminosidad de las mañanas frías y brillantes, claras y blancas de un invierno temprano, húmedo y frío, pero también resplandeciente. Era una mañana gélida de cielo despejado, y la sombra de un hombre se recortaba en las cortinas de la cocina..

-¿Quién es?- preguntó Luisa.

-Soy el señor Huguet- dijo la silueta.

No reconoció ni el nombre ni la voz, pero ese tono también pertenecía a una persona mayor, algún amigo Marc y Ciara, probablemente otro vecino senil con ganas de dar la bienvenida y advertir sobre el gran peligro de la palabra que no debe ser dicha. Luisa sonrió. Esa mañana le parecía la más absurda de las historias y se alegró de que Miguel finalmente demostrara que no había nada que temer.

Aunque ella continuaría muda, más tranquila, pero muda.

Abrió la puerta y se encontró frente a un viejo alto y delgado, con la piel pegada a los huesos de las muñecas y las venas marcadas en el cuello. Tenía una sonrisa muy estirada, tanto que el color natural de sus labios dejaba de ser rosado para volverse blanco Su cara, arrugada y brillante, sus ojos, oscuros y hundidos en las cuencas; mejillas ligeramente hinchadas y carente de cejas.

-Tú debes ser Luisa. Me han hablado de ti- no dejaba de sonreír aunque a veces pareciera que le costara hacerlo -¿Esta Miguel en casa?

-Ahora mismo está descansando.

-Ya no, hace ya un rato que ya está despierto ¿Podría pedirle que baje?

Luisa quedó desconcertada. La seguridad con que el señor hablaba le parecía irreverente, con afirmaciones categóricas pero buscando la simpatía detrás de aquella siniestra sonrisa. Un carácter extraño.

-¿Cómo ha dicho que se llamaba?

-Señor Huguet.

-Pase señor Huguet, siéntese mientras subo a ver si mi marido se ha levantado.

Y cuando se dispuso a subir las escaleras hacia el dormitorio, una voz providente del piso superior aseguró: “No es necesario”.

Luisa se asustó. Era Miguel que bajaba hacia la cocina, ya cambiado y con ropa de ir por casa.

-¿Quería verme?

-En efecto, si no es mucha molestia y siempre que sea un buen momento, claro.

La voz del viejo era aguda. Sólo cuando se hubo sentado se quitó el sombrero de ala ancha de la cabeza y lo posó sobre la mesa nueva de la cocina –vaya, aquí esta rayada- dijo dejando ver su calvicie reluciente y de largas canas que comenzaban en la nuca y encima de las orejas. Algunos pelos despistados continuaban aferrados a su frente y eran tan largos que se enredaban con los del cogote.

-Solo quería decirle que le hemos oído, y que estamos encantados de que se sume a nuestra gran familia. Tal vez quiera traerse a su esposa consigo, ¿o quizás esperará tener hijos? sea como fuere, todos son bienvenidos.

-¿De que esta hablando?- dijo Miguel confundido.

¿Es que todos los vecinos estaban como cabras? El señor Huguet vestía de negro, con chaleco gris y camisa blanca. Parecía sacado de otra época, o de un manicomio, por ese sombrero. Sus ojos brillaban profundos en la cara y sus palabras comenzaban a sonar gloriosas, como las de un telepredicador.

-Sí hermano, te hemos oído perfectamente –dijo- Hay quien piensa que es necesario decirlo fuerte o repetidas veces para que nos percatemos pero no es cierto –dijo- Basta con susurrarlo inaudiblemente, con que el aire salga de los pulmones y los labios y la lengua tome las posiciones concretas. Entonces ya es suficiente. Todos lo oímos –y dijo- me han enviado para que lo sepa.

Miguel y Luisa se sentaron en ese preciso momento, miraron la satírica sonrisa del señor Huguet y comenzaron a preguntarse qué era exactamente lo que había.

-¿Qué han oído?- preguntó finalmente Miguel.

-¿Qué va a ser joven? Hemos oído su llamada, hemos oído lo que nadie dice, hemos oído “Sometimes”. Y por eso me han enviado, para que no desespere si ve que tardan un poco en llegar.

-¿Tardan quiénes?

-Los que vendrán por usted.

Luisa se agarró con fuerza del brazo de su marido, estaba muerta de miedo. Era una mañana preciosa, la luz entraba por la ventana y podían oírse los pájaros cantar mientras unos niños jugaban en el parque ¿Como era posible que en aquel ambiente afable algo tan escalofriante estuviera pasando en su cocina? No era de noche ni había truenos de tormenta, ningún gato negro los observaba hiriente ni lobos aullaban a la luna. Todo era normal.

-Déjese de bromas ¿Quién es usted?

-¡El señor Huguet!- repitió lleno de júbilo y sin que desapareciera nunca aquella sonrisa macabra –estén atentos a las señales. Ellas les indicarán la llegada del deforme.

-¿El deforme?

-Claro. Usted, así como es ahora, no cabe por donde queremos meterle- dijo -Si quiere venir con nosotros, el deforme debe arreglarlo antes, prescindir de todas las partes de su cuerpo innecesarias para que pueda entrar y seguirnos. No cabe, pero no se preocupe... al principio nadie cabe pero todos acaban viniendo con nosotros- el señor Huguet se puso en pié, volvió a colocarse el sombrero de ala ancha sobre la cabeza y dijo -gracias por su hospitalidad, espero volver a verle dentro de unos días, pero esta vez vendrá usted a visitarme a mí. Será entonces mi invitado.

La pareja no supo como reaccionar. Observaron como la extraña figura abandonaba la casa pero ninguno se movió del asiento ni abrió la boca para despedirse. La pintoresca sombra de Huguet, con su extraño sombrero oscuro y su traje anticuado, se alejó por el jardín mientras recortaba de nuevo su silueta en las cortinas de la ventana.

-¿Dónde vive?- se preguntó Miguel en voz alta.

-¿Cómo dices?

-Me preguntaba dónde vive ese loco. El viejo se presenta aquí, dice una sarta de estupideces y luego desaparece. Quiero saber cual de todas es su casa e informarme sobre él.

Se levanto y corrió hacia la puerta. Abrió de golpe, pero no vio a nadie. Decidió atravesar el sendero del jardín hasta la calle para saber por que lado se alejaba, pero cuando se encontró frente de la casa de Ciara se convenció de que el señor Huguet había desaparecido por completo. Solo entonces volvió a su cocina.

-¿Por donde ha ido?- preguntó Luisa.

-No sé, se habrá escondido. Cariño, acompáñame a casa de Ciara y Marc, con ellos son los únicos que tenemos confianza. De tratarse de una broma, es de muy mal gusto. Si quieren hacernos creer en su estúpida historia pues adelante, pero que sepan que no nos hace maldita la gracia.

-Espera a estar más calmado.

-¡No hay nada que esperar! Quiero saber de que va todo esto.

Si Miguel hubiera sido capaz de organizar sus pensamientos, habría dicho: “Quiero saber si es verdad”

O bien: “Quiero saber si voy a morir”

Generalmente cuando la gente se enfada es porque han conseguido engañarla. Si a uno le gastan una broma pero se huele algo raro, al final incluso se reirá de sí mismo. Si uno apuesta a un juego sabiendo que está amañado, pierde su dinero pero no se enfada por ello, sus razones tendrá para apostar al caballo perdedor, ahora bien, quien apuesta en un juego amañado pero se entera luego… puede enfadarse mucho.

El enfado proviene del engaño. Miguel estaba enfado posiblemente porque, y contra toda lógica, se había engañado a sí mismo.

-¡Marc!, ¡Marc, abre la puerta!

-Por Dios Miguel, estás gritando en medio de la calle- respondió el anciano.

-Son casi las doce, todo el mundo está despierto.

Marc abrió la puerta de la terraza alertado por los gritos de su vecino. Estaba descalzo y esperaba ir a comprar el periódico en paz. El rocío del césped le mojó los pies de nuevo. Permaneció parado mientras observaba como Miguel se acercaba al mismo tiempo que Ciara gritaba desde la cocina si todo marchaba bien. Marc no supo que contestar.

-Marc, Marc...

-Pareces alterado Miguel ¿Vienes a devolvernos el taper?

-...dime si conoces a uno de tu quinta que viste de “Amish”

-¿Cómo dices?

-Acaba de visitarme un vecino que tenía una estúpida sonrisa que nunca se borraba de su cara. Era como si tuviera una pegatina en la boca.

-Lo siento Miguel, pero creo que no te entiendo.

-¿Te dice algo el nombre de Huguet?

En ese momento Ciara salió también al jardín justo a tiempo para escuchar aquel nombre y su rostro se ensombreció tanto que Miguel pensó que iba a desmayarse.

-Será mejor que paséis dentro. Tenemos que hablar sobre un asunto.

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