Blog Debaruch

martes, 26 de enero de 2010

VEINTICINCO

Conmocionado y asqueado, sorprendido y presa del pánico. La sangre se detuvo en sus venas.

“Aterrador” era la primera palabra que venia a la mente.

Cuando Jesús miró la foto que había robado no supo qué era exactamente lo que estaba viendo. Parecía un cuadro pintado en relieve y pelucas pegadas, el típico cuadro de estudiante de arte. Surrealista y perecedero, sin pies ni cabeza, sólo formas y diferentes tonos de rojo, desde el más vivo hasta el más oscuro. Un caos de forma y contenido. De repente, sin orden aparente, el blanco manchado del marfil de un colmillo, tal vez un hueso.

Después de observar la foto detenidamente durante un tiempo, las figuras cobraron dimensiones y las formas profundidad. No era un cuadro, sino una masa sanguinolenta de carne y nervios unidos por nudos, de certeros cortes y profundas cicatrices. Y el pelo, moreno y rubio, dientes que no eran humanos, y la aterradora verdad:

Una escultura. Una escultura formada de restos humanos y caninos. La esposa de Oriol y su perro (ninguno de los dos se soportaba, pero siempre iban juntos) en eterna simbiosis, perfecta conjunción de mujer y bestia. El cadáver más horrendo que jamás tuvo que levantar la policía. ¿Quién se había entretenido en coser las patas del animal a la espalda de la mujer, de cambiar la mandíbula del uno por la del otro, de injertar pelo donde no lo había? ¿Quien se había llevado las partes que faltaban?

-¿Es así como muere esa gente?- preguntó Luisa.

Jesús lo había leído en las fichas de la policía. Había descubierto varias muertes por mutilación y re-unión de miembros en lugares insospechados, pero nunca de dos individuos distintos como esa mujer y su perro. Por descontado, nunca le habían dejado ver las fotos y esa era la primera muestra tangible del horror al que se dirigía Miguel.

-Así es como los encuentran. La policía no puede atar cabos porque no siempre aparecen en Sometimes, muchos huyen lejos con la esperanza de que el deforme no les encuentre, pero siempre lo hace. Oriol tenía razón, la muerte en ese lugar es sobrenatural.

Cuando salieron del hospital era noche cerrada. El cielo volvía a estar exento de estrellas mientras Jesús conducía por un solitario sendero donde el ídolo llamado noche reinaba majestuoso en su negro trono. Camino de Sometimes, los carteles con su nombre desaparecían y las palabras se desvanecían en el aire sin haber sido nunca pronunciadas. Al poco tiempo apareció la titánica avenida de cipreses a la izquierda, que conducía a las casas, y allá se quedó Luisa, regresando al hogar como quien vuelve al frente de batalla. Cuando aparcó el coche, el resplandor perlado de la luna desapareció y Jesús volvió solo y en silencio a su solitario apartamento.

Miguel estaba despierto, como de costumbre, viendo la televisión sin alma. No era tarde, pero Luisa debía estar en casa hacía horas.

-¿Quieres que prepare algo para cenar?- preguntó a su marido.

A él le traía sin cuidado, el cenar y el dónde había estado su esposa, y lo dio a entender al no contestar ni preguntar. Su hogar se había convertido finalmente en otra casa más de Sometimes, en un hogar de silencio en cuanto llegaba la noche.

-¿Sabes?- dijo Miguel –los hindúes tenían razón. Cuando moría el marido la mujer moría con él, así no había que preocuparse por ella.

-Yo estaré bien porque tú no vas a morirte, y si lo haces... te escribiré una elegía. ¿De acuerdo?- dijo bromeando.

-Perfecto, me gustaría estar presente para oírla.

Sonrió ligeramente, inquieto, la mirada en suspenso.

Luisa se puso a limpiar histéricamente la casa, con furia de toro en la faena. Pasó trapo por todas las esquinas, barrió incluso por el techo y mojo, remojó y ahogó las baldosas del baño, la cocina y el cuarto, con tanta fuerza que pulió el gres y gastó la fregona. Al terminar estaba agotada. Bien le iba el duro trabajo para no pensar en nada. Necesitaba esas preciosas horas para tratar de averiguar cómo salvar a su marido, quien paradójicamente no movía un dedo porque ya se daba por muerto.

Nadie sabía como se encontraba Luisa, tal vez ni ella misma.

Tampoco podía contarlo. La situación no era para chismorrearla con sus padres con los que no se hablaba o con las amigas que le dieron la espalda. Sólo contaba con Jesús que, mientras ella fregaba unos platos ya limpios, debía estar dirigiéndose a un pequeño piso de la plaza mayor. Ático, primera. Allí estaban las respuestas, pues era esa la dirección que figuraba escrita en el reverso de la horrorosa fotografía de la esposa de Oriol.

Ella, mientras, quedaba impotente bajo el olor azucarado de los productos de limpieza.

“Dentro de unos días, tal vez de unas horas, nadie lo sabe con certeza, unos hombres extraños, indiferentes, vestidos de negro, vendrán a llevarse a mí marido en un ataúd” pensaba. Más cercana, esa misma tarde se sentaría al lado de su esposo y juntos verían un rato la caja tonta, mientras, fuera pasarán las horas. Entonces el pensamiento de Luisa fue más pesimista, más oscuro, al soportar a Miguel sentado a su lado, tan próximo y al mismo tiempo distante.

-En este infierno no aguanta más ni el mismo diablo- la sorprendió diciendo Miguel. Su rostro era frío como un cuchillo y Luisa lo sintió con toda su consciencia, sin poder defenderse -Todo en Sometimes se reduce a lo mismo- continuó diciendo. Su desgracia ya estaba escrita por lo que sentía cierto placer en mencionar la palabra vetada a sabiendas que nada peor podía acontecerle –El castigo de pronunciar el único sonido que debe estar prohibido en la naturaleza no es otro que vivir con miedo a la muerte. Eso es lo que logra este lugar, convertir la vida en un infierno, y a raíz de eso, averiguar qué es peor: el dolor o el miedo al dolor.

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