Blog Debaruch

lunes, 18 de enero de 2010

DIECISIETE

“Hospital clínico Son Dureta” decía el cartel de la entrada. Una ambulancia pasó veloz por su lado, no llevaba las sirenas, pero sus luces parpadeaban frenéticamente. Luisa dejó el coche aparcado en una de esas zonas donde no se puede estacionar más de cinco minutos, aún a sabiendas de que iba a dejarlo ahí por más de una hora. No le gustaba buscar aparcamiento, se creía lista ahorrándose el parquímetro y le gustaba el riesgo, esa clase de riesgo simple, el reto de averiguar cuanto tiempo soportaba no mirar por la ventana por si su coche tenía ya una multa.

-Amor, hoy no iré a comer contigo- le dijo Luisa a su teléfono móvil. Hablaba con él como si estuviese cosido a su mejilla, como si le doliese una muela -Muy bien, dale recuerdos a Jesús. Estoy en el hospital, quiero saber como están Tom y David. Si, adiós, te quiero. Yo más.

Entró decidida y caminó hasta el mostrador de información.

-¿Traumatología?

Y la mandaron a la otra punta.

-¿Han Recibido a un niño llamado Tomas Adrover? Traumatismo craneal.

Y la mandaron a la UVI.

Luisa Ferrer nunca había trabajado en un hospital, había hecho prácticas en el centro donde trabajaba y se alegraba de ello. El ambiente de aquel lugar le parecía deprimente y desolador, incluso las notas de color en la sección de pediatría no parecían más que una grotesca ironía. Globos de colores colgados del surtidor de oxígeno, dibujos infantiles llenos de soles, montañas y amaneceres, colgados en la cabecera de la cama de un niño moribundo. Grotesco.

Y aquel olor a formaldehido. El olor de los hospitales, lo que más lo definen. En ningún otro sitio va uno caminando y dice: “Wow, huele a hospital”. Tal vez en el dentista pero no es exactamente lo mismo. El formaldehido es característico.

Un hospital es un mundo aparte, posee sus propias reglas y muy pocos son quienes las conocen. Comienzan con una espera, luego la megafonía anuncia que sigamos tal o cual color, tal o cual dirección en busca de un “triaje”, proceso de selección para determinar la seriedad de una dolencia. De allí se pasa a otra sala donde volvemos a esperar, más o menos dependiendo de nuestra gravedad, para pasar a los “boxes”, donde te espera un médico que da un diagnóstico y, si es necesario, te hace ingresar, entonces esperamos de nuevo a que haya una habitación libre y poder subir a planta. Así de sencillo. No es de extrañar que algunos médicos después de días trabajando en urgencias no sepan desenvolverse en el mundo exterior. Todo es diferente.

-¿Señora Ferrer?- dijo una chica negra vestida de blanco.

Luisa continuaba sin acostumbrarse a que la llamaran así. Asintió y sonrió a la enfermera. Le informó de que era la profesora de Tom y que deseaba visitarlo.

-Eso va a ser imposible- dijo la enfermera. “Debora” decía la etiqueta de su pecho -está durmiendo.

Débora tenía una cara amable. Por trabajar en un hospital había conocido a mucha gente que ahora estaba muerta pero no por eso era más fuerte. Seguía llorando con la familia Trapp y no soportaba que su marido mirase a mujeres más jóvenes.

Lo que ocurre en un hospital pertenece a otro mundo, como un sueño. Con el tiempo puedes asistir a la amputación de una pierna y luego ir tranquilamente a comerte un sándwich, pero te molesta que tu marido te ponga los cuernos.

Luisa miró por el grueso escaparate de la sala de vigilancia intensiva y, en lugar de ver zapatos o abrigos, descubrió una habitación a oscuras dónde Tom yacía recostado con sonda y suero. Tenía la cara vendada. Las vendas estaban manchadas de sangre oscura.

-¿Cómo está?

-Es pronto para decirlo. La conmoción es fuerte, me gustaría poder decirle que está fuera de peligro pero no es así. Su estado es muy grave y no podemos hacer más que esperar.

-¿Esperar el qué?

-A que despierte o muera. Estos casos son muy complicados, sus padres parecían tranquilos por desalentadores que hayamos sido nosotros, pero si muere... entonces se preguntarán como es posible y se enfadarán mucho. A veces se lo toman así. Una de las cosas que tenemos prohibidas es decir a los familiares de los difuntos: “ya se lo dije”, pero en verdad a veces tenemos ganas.

-Tan grave esta.

-Le aplastaron la cabeza con un trozo de metal, poco importa la forma que tuviera o lo inocente que parezca el arma.

Luisa miró en silencio a través del cristal y se dio cuenta de que la cama de al lado estaba vacía. Con los problemas de masificación del hospital sólo podía significar una cosa: Tal vez mañana fuese la cama de Tom la que estuviese desocupada.

“No hay un solo colchón en este lugar en que no haya muerto media docena de personas”-pensó.

-Volveré mañana- dijo -¿Tendría la amabilidad de llamarme si hubiese algún cambio en su estado?

Luisa le dejo su tarjeta a Débora, quien la cogió con indiferencia. “Graduada social- pensó -cobran más y nunca ven sangre” Le dijo que no se preocupara, que la mantendría al corriente de cómo pasaba la noche, le dijo que si lograba estabilizarse en las próximas horas no habría que temer por su vida.

Por suerte esa vez tampoco tuvo multa. Un policía se acercaba a lo lejos, pero tan lento y pausado que sin duda se iría a hacer el café antes de llegar al auto. Luisa puso el contacto y condujo despacio hacia la salida del parking. Miró su reloj: las cinco de la tarde. Todavía tenía tiempo de ir a Son Llatzer y visitar a David. No estaba grave pero si no reaccionaba pronto, su problema podía ser igual de severo que el de Tom, aunque de otra índole.

“Alguien tiene que morir para que apreciemos más la vida”-pensó Luisa.

Su marido, su vida, su amor, podía tener los días contados, pero eso no eran más que conjeturas. Sin embargo Tom, el pequeño que siempre se agarraba a su pierna en el centro, estaba claramente al borde del abismo. ¿Por qué era incapaz de preocuparse por él?

Qué extraños mecanismos usa el cerebro.

Por fin, Son Llatzer. Las luces rompían el atardecer con un fulgor anaranjado que se extendía por lo alto del complejo y cubría las montañas. Cada día que pasaba anochecía antes. Pronto sería imposible distinguir entre el cenit y el nadir, la noche y el anochecer, la luz del día y la luz de la ciudad. Las estrellas seguían brillando, pero escondidas tras un cielo perennemente encapotado, tímido y coqueto, ataviado con nubes negras de malos pensamientos.

En Sometimes se habría hecho ya el silencio y nadie, nadie en absoluto, diría una palabra hasta que la luz lograse filtrarse de nuevo por esas nubes y volviera a penetrar por la ventana con fuerza. No era posible vivir allí, no de la manera en que Luisa había soñado, de modo que si sus miedos desaparecían y finalmente descubría lo que todo buen raciocinio venia diciendo, cogería a su marido y abandonaría aquel lugar para siempre.

En Son Llatzer había lugar para aparcar en cualquier parte. Aquel hospital había sido construido precipitadamente para satisfacer las necesidades clínicas de toda la zona de Lluc Major. Fue alzado en pocos meses con materiales sencillos y desde su inauguración tuvo goteras, las mismas que continuaban llorando fervientemente en los más oscuros pasillos.

Luisa llegó al pabellón psiquiátrico.

-¿Han recibido a un niño llamado David Escobar?

Y le mandaron a Pediatría.

-David, trastorno bipolar y agresivo.

Y la mandaron de nuevo a psiquiatría.

-¿Es su madre?- preguntó la enfermera. “Diana” ponía en su pecho.

-No, su tutora, he venido a ver como está.

-Tal como lo verá, así es como se encuentra. Léase la ficha, ahorrará tiempo y diagnósticos equivocados.

Diana le ofreció un cartapacio y se marchó caminando por el pasillo. Allá no había nadie y todas las puertas estaban cerradas. Unas risas sonaron desde otro mundo, eran las enfermeras reunidas en la sala de descanso tomando café y leyendo revistas de moda. Luisa Ferrer abrió la carpeta.

Primero buscó su número de habitación, 240, después la habitación en sí, al final del oscuro pasillo, luego llamó a la puerta, toc-toc, y entró sin hacer ruido.

La estancia estaba en la penumbra. Le recordó a la habitación de Tom, pero David no tenía todos esos tubos en el cuerpo. Luisa se acercó lentamente a él, tenía un tono amarillento en la piel y parecía dormido. Se sentó en la butaca, a su lado, y volvió a leer los resultados de los análisis. Nada que no supiera ya, excepto su aparente autismo.

La señora Ferrer se quedó observando su cara en la oscuridad. No era más que un niño durmiendo, un hermoso niño, frágil y delicado, pero había hecho algo monstruoso llevado por un demonio que vivía dentro de su cabeza.

-¡Luisa!- gritó David de repente, abriendo mucho los ojos.

La chica soltó un suspiro que la dejó sin aliento y el cartapacio se le calló al suelo. El corazón le había dado un vuelco y pudo sentirlo golpeando fuertemente contra su pecho. El miedo es como una descarga eléctrica, te deja tenso como al poner los dedos en un enchufe.

-¡Dios, David! Me has asustado.

Pero David no dijo nada, se quedó mirándola fijamente en la oscuridad. Ni una palabra, ni un pestañeo. Luisa se dio cuenta de que todo lo que ponía en el cartapacio solo era cierto a medias. Aquel chico estaba en otro mundo, pero todavía no había olvidado por completo este.

-Cielo, me gustaría poder ayudarte, pero no hay nada que pueda hacer- le dijo al niño que no cesaba de mirarla.

-No te fíes- fue lo único que contestó David.

La cara de Luisa se iluminó. No debía estar tan mal si reaccionaba con palabras a estímulos externos. Por dios, si podía mantener una conversación, su diagnóstico era erróneo.

-¿Que no me fié de que, David? Habla conmigo, venga, como en la escuela. No debo fiarme de tu médico, ¿verdad? Yo creo que tampoco, siempre se está equivocando.

-No... no debes fiarte de tu marido.

Luisa se quedó atónita.

-¿Qué sabes de mi marido?

-No debes fiarte de él, no te fíes, no te fíes de Miguel. Nadie es de fiar cuando le persiguen los hombres puzzle.

Y por mucho que insistiera en sonsacarle el porqué, David cerró los ojos y volvió a dormir como si nunca hubiera despertado. Todas las preguntas de Luisa se quedaron sin respuesta. Recogió los papeles del suelo y fue en busca de la enfermera Diana para tratar de convencerla de lo que había pasado. David no era un pedazo de carne unido infaliblemente a una cama de hospital, había hablado con ella.

-Eso es imposible- dijo Diana -¿ve esa cámara? La vemos desde el cuarto de enfermeras, y si David hubiese hablado con usted nos habríamos enterado. Ni siquiera se ha dado cuenta de que ha entrado en la habitación.

-Pero le aseguro que me ha hablado, ha dicho mi nombre y que tuviese “cuidado”. Me da igual si no lo han visto por culpa de la fiesta que tenían montada en la sala de enfermeras.

-Señora, le repito que no puede ser- señora de nuevo -David esta traumatizado y es autista, su mente vive en otro mundo diferente al nuestro, la única forma de comunicarse con él sería entrando en ese mundo suyo, pues él no puede salir al nuestro.

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