Blog Debaruch

miércoles, 13 de enero de 2010

DOCE

Al día siguiente Luisa condujo hasta la ciudad, atravesó el paseo marítimo y el dique del Este para tomar el desvío a la vía de cintura. Desde allá, alcanzar la carretera que la llevara al trabajo era cuestión de pocos minutos. En las afueras de Palma, en el lado opuesto a la urbanización de Sometimes, existe un antiguo chalet cuyos propietarios reformaron y vendieron al estado. Tiene una amplia parcela repleta de césped y bonitos árboles. Siempre podían verse juguetes tirados entre sus arbustos. Las paredes de la casa son de un blanco inmaculado y el techo azul pastel. Tiene un aspecto de lo más cuidado, puede observarse desde la carretera, rodeada de una extraña verja de alambre que rompe toda la armonía.

“Bienvenidos al centro de educación especial SANS”

Rezaba una leyenda en la entrada, y justo debajo de aquel cartel Luisa dejó su coche.

-¿Se han marchado ya todos los padres?- preguntó al hombre que estaba en pié frente a la entrada.

En esa clase de lugares existen todos los estereotipos de un campo de concentración de la segunda mitad del siglo XX, pero están tan disfrazados de sonrisas, paz y amor que con el tiempo se hacen irreconocibles.

El señor Berlanga era un policía prejubilado, con escasa pensión y demasiada afición por las señoritas de pago, por lo que el empleo de seguridad en aquel centro era como un regalo caído del cielo.

-Todos se han marchado, señora Ferrer, ya sabe que no les gusta quedarse mucho tiempo.

Luisa continuó caminando veloz, atravesando el jardín hasta la entrada. No lograba acostumbrarse a que la llamasen “señora”, pero en lugar de pensar en cómo le gustaría que la llamaran, decidió elaborar otra excusa por volver a llegar tarde.

La señorita Ruiz era la secretaria. Pasaba el día entero sentada en una mesa despacho a la entrada de la escuela. Anotaba quien entraba y quien salía, anotando concienzudamente fecha y hora. Su trabajo era completamente innecesario, pero alguien de la fundación pensó que sería bueno tener una secretaria siempre que no tuvieran que pagar por ella, claro, y por eso la señorita Ruiz tenía dieciocho años y era becaria en prácticas de la escuela de secretariado.

-¿Quienes han venido hoy?- dijo Luisa.

Era lo único que podía preguntarle al entrar. La señorita Ruiz no tenía otra información, echaba un rápido vistazo a los escasos papeles que tenía sobre la mesa y contestaba que todos.

Por supuesto, su pregunta era de pura cortesía, ningún alumno faltaba nunca al centro a no ser que estuviera realmente enfermo. Los padres se encargaban de ello.

El resto de los estereotipos los completaban el doctor Rosado y su ayudante becario; los educadores especiales diplomados, entre los que se encontraban Luisa Ferrer, la señorita Pomar, la señorita Salgado, la señora Comas y sus respectivos ayudantes becarios en prácticas. Y finalmente el director del centro, el señor Amador. Naturalmente este no tenía ayudante becario porque no hay becarios de director, lo que sí tenía era un subdirector apellidado Gómez que, aun teniendo la suerte de trabajar bajo contrato, no veía el momento de robarle el despacho a su jefe.

Cualquier organización puede resultar increíblemente rentable siempre que disponga de los suficientes becarios en prácticas, y para ello es necesario tener consorcios con la universidad.

Os habréis fijado que a todos los que allá trabajaban se les llamaba por el apellido excepto al señor director, cuyo nombre de pila generalmente venía a ser ese mismo: “señor director”. No se trataba de una norma interna, ni siquiera de un gesto de educación, más bien de un rotundo y completo desinterés por los demás, cosa que llevó a pensar a más de un alumno que Ferrer, Comas y Salgado podían realmente ser nombres de mujer.

-¿Dónde están hoy los del primer curso?- preguntó Luisa a la señora Comas, que deambulaba distraída por un pasillo.

-Estarán en el aula 1. A propósito, has vuelto a llegar tarde, entra rápido y nadie se dará cuenta.

-¿Bromeas? La putilla de la entrada lo observa todo como si fuera a escribir el evangelio. Seguro que piensa que por decirle al director que he llegado tarde le pondrán matrícula en clase.

-Tú entra con los niños, yo trataré de hablar con la secretaria Ruiz.

La señora Comas era la única educadora que estaba casada, por eso lo de “señora”, y como Luisa se había incorporado recientemente al club del anillo, ahora le tenía una renovada simpatía. Superaba las cuarenta primaveras y llevaba más de diez años con su marido, tiempo suficiente como para darse cuenta de que el barco se hundía pero, como suele pasar, se veía más cercana a Luisa que a otras mujeres de su edad. Ese era su peculiar mecanismo de negación del paso del tiempo.

-¡Señorita Ferrer!- gritó un niño cuando la vio entrar en la habitación. Para él siempre sería señorita, por muchos años que pasaran. Tenía siete años, síndrome de Down, Tomás por nombre. Se agarró a su pierna como si pensara que no la volvería a ver más, siempre hacía lo mismo. Muchos de esos niños se disputaban el cariño de los profesores como si fuera lo único que pudieran retener.

-¡Hola Tomas! ¿Me has echado de menos?

El niño la miró con sus ojos achinados y se soltó para volver corriendo a la alfombra donde jugaba con un camión de juguete. Las clases eran muy reducidas, apenas cinco alumnos por aula, aunque Luisa tenía en estos momentos a siete. Los sábados sólo hacían de guardería, por lo que permitían que estuvieran en habitaciones más grandes aunque fuera en contra del reglamento. No tenían ningún caso extremo, chicos ligeramente deficientes, sicóticos suaves, bajo CI, síndrome de Down, Síndrome fetal de alcohol (SFA), descoordinación neuronal, etc... Cuando se detectaba algún niño con una dolencia mental más grave, el doctor Rosado y su becario lo invitaban rápidamente a pasar por un centro especializado. Ese chalet era simplemente una casa de reposo, una guardería para los padres y un colegio para los niños.

David era otro de sus niños, tenía cinco años y era ligeramente sicótico. Desde que empezó a acudir al centro había aprendido a diferenciar los colores más rápidamente que cualquier otro chico en cualquier otro lugar gracias al clima familiar y relajado. Por supuesto, todas las educadoras pensaban que tenían algo que ver en ese milagro.

Es la naturaleza de las personas, todas se creen la protagonista de la historia.

Hablaba bien y pronunciaba correctamente, aunque lo hiciera despacio e inseguro, con miedo a equivocarse. Su tono de voz intentaba imitar al de los adultos, demasiado grave para su edad, demasiado sereno... a veces asustaba.

A David le gustaba el camión de juguete casi tanto como a Tomás, los demás niños ni siquiera sabían lo que era. Tal vez ese aprecio desmesurado hacia un objeto inerte fuera lo que le dio más “diversión”, entendiendo la palabra “diversión” por crueldad, pues son dos términos que siempre van unidos.

Luisa estaba tratando de calmar a uno de los SFA, que estaba llorando desconsoladamente, cuando David comenzó a dirigirse hacia Tomás, que seguía jugando con su juguete. Luisa no pudo verlo. Caminaba despacio, con pasos torpes y los brazos colgando a los costados, su mirada estaba clavada en el camión y no pestañeaba por miedo a que en ese fugaz momento de oscuridad desapareciera. Puso los pies sobre la alfombra mientras Tomás le miraba con la boca abierta y los ojos achinados, pero no soltó el juguete.

Luisa no pudo ver lo que ocurrió entonces hasta que fue demasiado tarde, cuando los demás niños empezaron a gritar. David le había arrebatado el camión a su compañero, Tomás, y le había empezado a golpear la cabeza con él. Cuando el niño cayó al suelo malherido, el otro se sentó encima suyo y continuó propinándole golpes, uno tras otro, agarrando el pesado juguete con ambas manos y aplastándolo sobre su rostro.

La sangre salía de la cabeza Tomás y le cubría la cara.

Luisa fue corriendo hacia ellos para separarlos, pero al tratar de esquivar a varios pequeños, cayó al suelo. Cuando logró alcanzar a David ya era demasiado tarde. Tomas estaba completamente destrozado. David dejó caer el camión de juguete y no se resistió en absoluto, se abrazó lánguido al cuello de Luisa y dejó que le sacara al pasillo donde ella comenzó a pedir ayuda.

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