Blog Debaruch

domingo, 3 de enero de 2010

DOS

La mañana siguiente amaneció soleada. Algunos niños aprovecharon los minutos antes de ir al colegio para jugar en el jardín, otros apuraron el sueño. Pocos días como aquel quedaban antes de que el frío y la noche invadieran también la mañana, así que tampoco era de extrañar ver a algunos padres esperando pacientemente al lado de los coches mientras el sol mortecino golpeaba su cara. Era el calor del invierno, aquel que anunciaba la lluvia de la noche.

Marc se levantó lleno de energía. El reloj de la cocina marcaba las diez.

Ese reloj era un mentiroso.

-Buenos días.

-Buenos días.

La puerta de la cocina que conducía al jardín estaba abierta y por ella entraba una leve corriente desde la calle, por lo que se llevó las manos a los codos para retener el calor. Estaba a punto de dejar caer una queja cuando observó el sol entrar por esa misma puerta. En ese momento decidió callarse y salir al jardín. Bajo el sol no repararía en el frío que hacía en la casa.

Al poner el primer pié fuera sus músculos se tensaron y las zapatillas se le humedecieron al pisar el césped demasiado crecido. Maldijo el aspecto general del jardín. Necesitaba muchos más cuidados de los que un anciano podía darle, pero todavía menos de los que Marc pensaba poder otorgar. Después de la jubilación, el cuidado del césped se había convertido en un pasatiempo.

-Maldita planta- dijo cuando la humedad le llegó a la punta de los dedos.

La calle era amplia y el asfalto nuevo. A ambos lados de su casa se dibujaban hileras rectas de viviendas unifamiliares, idénticas entre ellas, idénticas a la suya, pero con mejores jardines y mejores fachadas. Se estremeció un par de veces cuando su cuerpo comenzó a entrar en calor y unos escalofríos le hicieron temblar de placer.

-Nada que hacer- dijo para sí mismo. “Aquí no hay nada que hacer” escuchó que matizaba una voz dentro su cabeza.

Una urbanización como Sometimes no es lugar para una pareja de ancianos. No había bares ni tiendas y la ciudad estaba a unos veinte minutos en coche. Un autobús pasaba cada hora por el Coll d’en Rabassa y era obligado caminar otro tanto para alcanzar la parada. Hacía casi diez años de su jubilación, no era tan mayor como querían hacerle creer, pero los repentinos dolores de espalda que sufría últimamente eran un indicativo de que algún día pasaría encerrado en esa casa hasta su muerte, junto con sus silenciosos secretos.

Los edificios de enfrente eran de nueva construcción, parecidos a los suyos pero con todos los problemas que ellos tuvieron ya solventados. Las ventanas de climalit, los suelos de parquet y la puerta del garaje con mando a distancia. Muchas de esas casas ya estaban vendidas mucho antes de estar finalizadas, de ese modo el dinero que los futuros dueños dejaban como fianza servía al constructor para finalizarlas. Así no hacía falta invertir tanto dinero y se aseguraban que la segunda fase de construcción fuera todo un éxito. Las paredes estaban inmaculadamente blancas y el cartel de “Se vende” lucía únicamente en unas pocas de ellas.

En esa soleada y fría mañana, un gran coche de color oscuro se detuvo en la acera de enfrente. Marc lo pudo ver llegar desde lejos, a velocidad reducida y respetando todos y cada uno de los pasos de cebra. Marc no entendía mucho de coches, lo suficiente como para saber que era un juguete caro. Se giró con la intención de avisar a Ciara, para que también viera a los que sin duda eran los nuevos vecinos, pero cuando se disponía a gritar su nombre, descubrió la cara de su mujer curioseando entre las cortinas de la cocina. Sus miradas se cruzaron y sonrieron.

Del vehículo bajó una pareja de jóvenes, como bien había vaticinado Ciara. Él iba trajeado de arriba abajo, con una corbata azul que le hacía parecer mayor, ella con unos pantalones vaqueros demasiado estrechos, que, si no fuera por su esbelta figura, le quedarían horribles. Se abrazaron con la efusividad de los enamorados y se dieron un ardiente beso antes de entrar. Marc miró a Ciara y frunció el ceño como diciendo “la juventud, ya sabes”. Cuando cerraron la puerta a su paso, todo lo que aconteciera entre ellos quedó dentro de esos muros.

El viejo se despidió de la claridad del sol y emprendió el camino hacia la cocina. Al notar el frescor del interior de la casa volvió a estremecerse. Debía cambiarse de ropa antes de bajar al quiosco para comprar el periódico. Le apetecía dar un paseo.

Marc apareció por la puerta del baño con la pequeña toalla con que se había secado la cara colgando del cuello. Su aliento olía a dentífrico. Uno de los dudosos privilegios que tenía ese anciano era poder decir que a su edad todavía conservaba un par de muelas con las que sostener la dentadura postiza. Y otra más de las muchas pegas estaba en tener todavía que cepillar esas muelas con esmero.

-¿Has pensado ya en qué vamos a hacer?- dijo Ciara cuando le vio ponerse su vieja chaqueta de cazador.

-No quiero hablar de eso ahora- solamente deseaba salir pronto para regresar cuanto antes con el periódico y pasar así el resto del día inmerso en sus letras.

-Iré a casa de la señora Concha, tal vez haya estado pensado en este problema.

-Como quieras.

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