Blog Debaruch

jueves, 21 de enero de 2010

VEINTE

Ese día Miguel no fue a trabajar. Pronto anocheció y ninguno de los dos salió de casa para nada. Seguía lloviendo y todo parecía indicar que continuaría así toda la noche. Tal vez una tormenta, tal vez solo relámpagos.

Luisa hizo cena al microondas, por lo que el termino “cena” quedaba enorme en un plato tan pequeño. Miguel no quiso ni probarlo, se puso a ver la televisión, un programa detrás de otro, como si los hubiera estado esperando. No se movió en horas. George Orwell imaginó un futuro aterrador en que siempre estábamos vigilados. Nuestro presente es mucho más aterrador: Estamos constantemente distraídos. Nuestra atención está siempre ocupada, así no hay que preocuparse de lo que pensamos pues no pensamos en nada. Si los terratenientes tenían miedo de que el pueblo aprendiera a leer y se le llenara la cabeza con ideas de justicia, hoy en día en día se nos da tanta información que tampoco tenemos tiempo de buscar esa justicia.

Algunos fueron los intentos de Luisa por atraer la atención de su marido, pero todos infructuosos. Luisa sabía que su estado ausente era debido a las palabras secretas que había tenido esa mañana con la señora Concha, lo que no lograba entender era el poder que tuvieron para dejarlo así. Al final decidió sentarse a su lado, coger su brazo y ponerlo alrededor del cuello procurando que la palma de su mano quedase a la altura de sus pechos.

Eran los viejos trucos de quienes han estudiado en un colegio para chicas. Ser casualmente seductoras, inocentemente eróticas.

Apoyó su cabeza en la entrepierna de Miguel para luego poner su mano como almohada y, por lo tanto, distraídamente sobre su pene. Pero Miguel no reaccionó, continuó mirando la televisión como si nada. Luisa empezó a revolverse como intentando alcanzar una postura más cómoda, cuando en realidad lo que hacía era gemir lascivamente y tratar de acercarse más a su marido, que finalmente reaccionó:

-Estoy muy cansado- dijo –me voy a dormir.

Se levantó y comenzó a subir los escalones hacia el dormitorio. Luisa, herida en su orgullo de mujer, se quedó en sofá y, sin darse cuenta, se quedó dormida.

Abrió los ojos de repente. La vista borrosa y las legañas en sus parpados eran señal de que no había sido una cabezadita de unos minutos. La televisión continuaba encendida pero solamente con absurdos programas de teletienda prometiendo milagros imposibles. Por eso supo que era tarde, muy tarde, tanto que la oscuridad a través de la ventana era insondable. El momento más oscuro de la noche es el instante antes de amanecer. Cuando está a punto de salir el sol pero todavía no brilla en el horizonte, cuando la luna se ha ocultado y tampoco resplandece su fulgor.

Luisa se estiró como un gato. Tenía la espalda dolorida por mantener la misma postura. Se puso en pié y caminó hacia la escalera tratando de no desvelarse demasiado, se pondría el pijama y se metería en su cómoda cama junto con su cómodo marido a pesar de no saber si era bien recibida.

Desde que Miguel hablara con la señora Concha había cambiado. Parecía haber entrado en un oscuro túnel del que no podía percibirse la salida. Por supuesto, cualquier intento por su parte de tratar de sonsacar lo que le había contado doña “labios sellados” en su dormitorio, era en balde.

Luisa apagó la luz de la sala y el azulado reflejo de la televisión desapareció. Encendió la bombilla y, cuando puso el pié en el primer peldaño, un escalofrío le recorrió la espalda erizándole los pelos del cogote. Tuvo que levantar la mirada hacia el final de la escalera y entonces vio en el rellano del piso superior la pequeña silueta de Tom, en pié, inmóvil y mirándola fríamente. Luisa se agarró tan fuertemente al pasamanos que se hizo daño en los nudillos, blancos y huesudos. No pudo contener un grito ahogado por el repentino sobresalto.

-Tom, ¿qué haces aquí?

Dentro de su aturdimiento, aun sabiendo lo extraordinario de la situación, no calculó su verdadera magnitud y por eso Luisa consiguió articular palabras coherentes.

-No debes estar aquí.

Tom no dijo una palabra, entonces Luisa continuó con reticencia:

-¿Cómo sabes donde vivo?

Ni una palabra. Luisa pronuncio con miedo:

-¿Por qué no tienes cicatrices en la cara?

Y es que aunque el niño vistiera todavía con el pijama del hospital, tenía la cara y el pelo intactos. Como si nunca se la hubieran aplastado con un camión de juguete. Muchas incongruencias acudieron a su mente. Recordó a una enfermera de color, Débora en el pecho, diciendo lo mal que estaba Tom, que tal vez no pasara de esa noche.

Debía estar equivocada. Tom estaba mucho mejor de lo que los médicos creían si estaba al final de la escalera de su casa pero ¿estaba realmente allí? Se frotó los ojos, entonces le escuchó hablar.

-Van a llevarte con ellos- dijo el pequeño.

-¿Cómo dices?

-Ya lo verás.

El teléfono sonó de repente y Luisa se volvió con sobresalto. Su tono era rítmico y acompasado, como cien campanas juntas. Cuando miró a Tom de nuevo, este ya no estaba. Se asustó como nunca antes en su vida, mientras, el teléfono continuaba sonando. Llevaba infinidad de tonos y su sonido comenzaba a ser estridente, molesto. Luisa estaba petrificada, no sabía qué estaba ocurriendo ni qué se suponía debía hacer ahora. Se sentía como la protagonista de una película de serie B, víctima de los clichés más utilizados pero sin necesidad de actuar para mostrar espanto.

Al cabo de unos segundos eternos, Luisa Ferrer se movió hacia el teléfono, pero al agarrar el aparato fue demasiado tarde. Una serie de sonidos entrecortados aseguraban que no había línea.

-¿Quien era?- dijo una voz masculina, fuerte y segura.

Luisa pegó otro salto y el teléfono se le escapó de las manos. Una lágrima se escurrió de sus ojos vidriosos y, cuando recobró el aliento, puso el auricular en su soporte.

-Nadie- le dijo a Miguel, que estaba justo donde unos segundos antes había visto a Tom –bien, no lo sé. Llegué tarde ¿Te he despertado?

-No, ya estaba despierto. Estoy esperando una llamada.

-¿Una llamada?- dijo enjuagándose la lágrima de la mejilla.

-Si. De Jesús. Tiene que llamar.

-¿Ton pronto?

-No sé… puede.

Luisa encendió otra luz y Miguel comenzó a bajar los escalones para reunirse con ella. Tenía unas marcadas ojeras violetas, similares a las de la señora Concha, y el pelo revuelto y seco, como si hubiera estado sudando toda la noche por culpa de una maratón de pesadillas. No fue hasta que se sentaron de nuevo en el sofá cuando Luisa preguntó:

-Miguel, ¿que te dijo la señora Concha?

-Tan solo un par de cosas.

-Las suficientes como para que ya no me hables mirando a la cara.

Miguel trató de levantar la vista. Su mirada era tremendamente cansada.

-Dime que me quieres- pidió Luisa con esmero –dime que amas tanto como antes.

-Te quiero, te amo más que nunca, más que a mi vida.

-Dime que todo va a salir bien.

-Todo saldrá bien.

-Pues por el amor de Dios, Miguel, bésame.

Y se fundieron en un beso apasionado, limpio y sucio a la vez, pero sobretodo sincero. Tan envolvente que les hizo olvidar a ambos que tal vez la muerte se dirigía hacia su casa, y en particular a Luisa, quien también olvidó mencionar que habían comenzado las primeras “señales”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Datos personales