Blog Debaruch

miércoles, 20 de enero de 2010

DIECINUEVE

Ciara barrió el suelo de la cocina y puso a hervir caldo para la tarde. En el exterior, esa llovizna de siempre. Nunca desaparecía y calaba hasta los huesos. La humedad se condensaba en las superficies frías y lisas, como los cristales de las ventanas. Ciara se sentó en su pequeña silla paticorta para gozar un poco del calor de su caldero.

Como siempre, como si nada.

Entonces Marc entró de nuevo en la sala con las manos en los riñones y apoyándose por las paredes.

-Otra vez el lumbago- dijo enfadado consigo mismo.

Se sentó en la silla más cercana y soltó un largo suspiro. El invierno era frío y la artritis amenazaba reuma. Ya era martes, se preguntaba cuándo se vendería una nueva casa de su calle y si Miguel, su querido vecino, estaría muerto para entonces. La muerte en Sometimes siempre es rápida, y aunque deje varios días de ventaja para tratar de burlarla, te acaba encontrando sin excepción. Pero el reuma... ah, el reuma es lento y doloroso, no tiene prisa porque su mayor placer, su mayor suplicio, se encuentra en la vida de quien lo padece y no en la muerte donde se ve uno libre. El peor martirio de todos sería una combinación de ambos: enfermedades de la vida durante la muerte.

Artritis, osteoporosis, son enfermedades para la vida.

Volvió a mirar por la ventana como caía la lluvia.

-¿Qué haremos con los que vengan luego?

Ciara lo miró de reojo y comenzó a hacer ganchillo evitando contestar. Últimamente tenía esa bufanda muy olvidada y a Marc le iría bien. No se distrajo, continuó tejiendo mientras respondía con evasivas:

-Todos saben que avisamos a esa pareja y no sirvió de nada. Cuando vengan más correrán su suerte, algunos caerán y otros no. Al menos eso es lo que dicen los vecinos, aunque luego siempre acaban cayendo todos.

-Tal vez Luisa consiga convencer a algunos. Nosotros somos viejos, nadie nos hace caso, pero si una joven atractiva advierte del peligro de este lugar puede salvar muchas vidas.

-Estoy segura que cuando muera su marido se marchará de aquí y nunca más volverá a poner un pié en esta tierra. La única que se quedó fue Concha… Estoy pensando que podríamos ayudarles, es decir… ayudar a Miguel. Ayudándoles a ellos nos ayudaríamos a nosotros mismos.

-Hay problemas que no tienen solución, Ciara- Marc quedó dubitativo, miró a su alrededor y le embriagó la melancolía, el recuerdo de un momento, tal vez desafortunado, que marcó su vida para siempre -¿Eres feliz?

Ciara dejó de hacer punto y los dos ancianos se miraron a los ojos. Marc veía una casa, una mujer y una vida que no era como había imaginado, como Ciara merecía. Todo el mundo quiere una vida más excitante de la que nunca va a tener, pero cuando ese anhelo se convierte en una sombra escueta de lo que podría haber sido, entonces trae consigo la tragedia y la desesperación. Una pareja que vivió feliz amándose pero que no tuvo hijos por miedo a perderlos, una pareja que ahora envejece y se pudre lentamente. Marc puede ver como el mundo los mata, como su mujer envejece y se aburre, cómo sigue con él al igual que se queda una canción en la cabeza o una imagen en la retina.

-¿A que viene esa pregunta?

-Al mal tiempo, imagino ¡Y no me trates como a un viejo!

Tocaron a la puerta. Nadie se movió ni un ápice, en una casa rodeada por el silencio y el continuo crepitar de la lluvia sobre las ventanas, el timbre eléctrico sonó como una tormenta de truenos. Era extraño, en Sometimes nunca había visitas inesperadas.

Ciara abrió y salió al pórtico, donde aparecieron Luisa y Miguel empapados, cada uno por un hombro diferente al compartir el mismo paraguas.

-Sabemos que es un poco temprano- se disculpó Luisa -pero quisiéramos ver a la señora Concha cuanto antes.

Ciara los miró como quien mira a un par de gorriones intentando abandonar el nido. Mojados y maltrechos, con esa pinta que tienen los pájaros al salir del huevo.

-No hay problema, desde que su marido murió no duerme mucho- miró hacia el interior de la casa, hacia la oscuridad donde su marido descansaba, y dijo –voy a acompañar a estos jóvenes a casa de la vecina, ¿quieres venir?

De las entrañas de la habitación surgieron palabras sueltas, incomprensibles para la mayoría, pero claras para Ciara. Que el reuma no le dejaba moverse y le dolían demasiado los riñones, que prefería quedarse a solas con su sufrimiento.

La casa de la señora Concha no estaba lejos, en la siguiente manzana y dos calles más abajo. Ciara había cogido otro paraguas y gracias a ello no estuvieron todos empapados al llegar al destino: una construcción igual que todas. Casas hechas con molde, pero si las nuevas contaban con todos los lujos y carpintería de aluminio, climalit, parquet, acabados en madera y pintura intacta, resistente y plástica... las que llevaban años soportando el asedio del clima y la humedad se veían maltrechas, oscuras. Eso ocurría también con la casa de Ciara, pero el caso llegaba al extremo en la casa de la señora Concha.

De las paredes se había desprendido la pintura dejando entrever tablas oscuras de madera mojada y separadas por el tiempo. Los escalones, también de madera, estaban podridos y un pestilente aroma a moho envolvía la puerta principal con su aura invisible. El jardín estaba muerto, pero no de la manera en que un jardín queda sin cuidar, o vacío para no dar trabajo a su dueño, sino muerto indicando que antes hubo vida, y, para atestiguarlo, cientos de cadáveres vegetales escampados por todos lados como el día después de una gran batalla. Geranios mustios, esqueletos de margaritas, pensamientos olvidados, orquídeas negras, chafadas y devueltas a la tierra.

Todo gris, todo oscuro. Macetas muertas en el alfeizar de las ventanas.

Y Ciara tocó a la puerta.

-La señora Concha vive sola- dijo –no dedica mucho tiempo a la casa pero por dentro está mejor- y dijo –no digáis nada, dejadme hablar a mí. No le gusta recibir visitas.

Y la puerta se abrió.

Apareció entonces una señora más joven de lo que Miguel y Luisa habían imaginado. A lo sumo cincuenta años, pelo revuelto y ojeras en la cara, marca ineludible de a quienes les cuesta conciliar el sueño y esperan que pase rápido el día. La humeante taza de poleo que llevaba en la mano indicaba que en verdad dormir era una tarea difícil para ella.

Ciara presentó a la pareja y pudieron entrar resguardándose de la lluvia.

-No puedo hacer nada por vosotros, chicos- dijo la señora Concha a modo de presentación.

Tantos años de austeridad le habían borrado la sonrisa de la cara y los modales de las maneras. No ofreció té ni se preocupó de dónde sentar a sus invitados. Se acomodaron donde pudieron.

-Lo sabemos- dijo Luisa -Sólo queremos saber qué le va a ocurrir exactamente a mi marido. Todo el mundo piensa que va a morir y nosotros no sabemos siquiera de qué manera se supone que ocurrirá.

Ciara miró a la joven con semblante serio, recordándole con la mirada la advertencia que le había hecho en la misma entrada de la casa: Sólo debía hablar ella, y así lo hizo.

-Conchita, todos en este lugar sabemos que no hablas de ello- comenzó -Sabemos que fue horroroso y nadie, excepto quien lo haya presenciado, es capaz de imaginarse los horrores que suceden en este lugar. Sin embargo, para los demás, son conjeturas. Nadie ha visto nunca lo que en realidad ocurre excepto usted. Es la única que estuvo presente cuando “ocurrió” y contándolo puede ayudar mucho a estos jóvenes.

-”Estos jóvenes” no tienen redención posible. Nada puede ayudarlos, y de verdad lo digo. Si insisto en mi silencio es por no asustar al señor. Es preferible que viva tranquilo estos días que no saber lo que le espera cuando hayan transcurrido.

-¡Eso debo decidirlo yo!- gritó Miguel enojado. Había permanecido en silencio hasta ese momento, pero al ver que aquella visita no iba a ser más que otra perdida de tiempo masculló –prefiero mil veces ver venir la muerte en cada esquina que no caminar ingenuo preguntándome por qué lado vendrá. Si es verdad que no tengo esperanza ni redención, dígame todo lo que sabe sólo a mí, en completo secreto. Prometo no decir nada a nadie en vida... y dentro de poco estaré muerto.

La señora Concha se quedó muda y el silencio volvió a entrar en la habitación invitado por la falta de palabras.

-Prometí no decir nunca una sola palabra, nunca, y hasta ahora nadie, ni siquiera tú, querida Ciara- la miró -me había obligado a hablar sobre esto. Pero si en algo puedo ayudar, aun dudándolo... Miguel- ahora le miró a él -pasa a mi habitación, por esa puerta. Ustedes quédense aquí, no tardaremos mucho- se levantó con dificultad e indicó de nuevo la dirección que debía tomar para quedarse a solas con ella –pasa primero ¿no tendrás miedo de una vieja viuda alcahueta?- y cuando estuvieron los dos en el dormitorio –siéntate donde puedas, ponte cómodo –finalmente, la puerta se cerró a su paso.

Ningún sonido escapaba de esa habitación. Ciara y Luisa se quedaron a solas.

-¿Sabe usted porqué no quiere hablar de eso?- preguntó la joven.

-No, pero tampoco es de extrañar- Ciara se acomodó un poco más en el sofá y se tapó las piernas con una manta de lana –si hacemos caso a las habladurías realmente no es de extrañar.

-¿Qué habladurías?

-Las que desde hace años rondan por este campo. Las personas que dicen lo que no debe ser dicho mueren, como bien sabes, pero sus cuerpos no son encontrados digamos... enteros.

-¿A que se refiere?

-Querida niña, son sólo habladurías. Yo nunca he visto ninguno, pero quienes lo han hecho aseguran que realmente no hay cuerpo que encontrar. Solamente algún trozo, el resto desaparece- Ciara sufrió un escalofrío tan violento que le crujió la espalda. No le gustaba hablar de eso, prefería la vida tranquila de silencios y paseos –es normal que quien haya visto lo que ocurre quede mudo al respecto. Y ahora me gustaría pedirte un favor, querida niña. En el momento en que algo vaya a ocurrirle a Miguel, tú debes estar cerca.

-¿Porqué?

-Por dos razones. La primera porque eres su esposa y tu deber es estar al lado de tu marido en todo momento, la segunda es por nosotros. Observa qué ocurre y cuéntanoslo, sácanos de este oscurantismo en que llevamos años viviendo. Este podría ser el principio para que no volviera a ocurrir. Si Miguel muere, al menos que su muerte no sea en vano.

Cuando la puerta del dormitorio se abrió de nuevo, las dos mujeres enmudecieron como si hubieran sido pilladas besándose en un cine. Cierto rubor asomó por las mejillas de Luisa mientras Ciara permanecía solemnemente sentada, observándola. Un lazo invisible las unía con esa clase de camarería distante que sólo tienen las mujeres. Los secretos del dormitorio no eran los únicos de esa casa y es que, si Miguel finalmente fallecía, Luisa estaba resuelta a no guardar ningún secreto al respecto de cómo había acontecido su muerte.

Una extraña valentía la hizo grande y miró a Concha preguntándose por su recelo ¿Porqué ella no hacía los mismo? ¿Porqué ella no quería contar nada? En esto que pudo observar el rostro de Miguel, caminando igual que un autómata, con la vista perdida y la boca entreabierta.

-¿Qué tal ha ido cariño?

Miguel tardó unos segundos en contestar, incluso en darse cuenta de donde estaba y de donde provenía la voz. Miró a su esposa y trató de sonreír sin éxito.

-Mejor no hablemos- dijo, y caminó con parsimonia hacia la salida.

La valentía de Luisa desapareció de golpe y busco con desamparo la fuerte templanza del rostro de Ciara. “Puede que sea muy difícil” decían los ojos de la joven. “Inténtalo, sé fuerte”, respondía la mirada cansada de la anciana.

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