Blog Debaruch

martes, 9 de febrero de 2010

TREINTA Y NUEVE

La señora Concha estaba asustada pero mantenía su porte digno y resignado, como de vuelta de todo. Había pasado por demasiadas penurias como para que una cosa así la enervara. Fuera, la niebla se posaba sobre los árboles y corría a través de ellos como un río de espuma. Nada la detenía pero tampoco la llamaba.

-No puede obligarme a decir lo que sé- dijo Concha.

Jesús aprovechó el momento para sacar la pistola del bolsillo. Los ojos de la señora se tornaron como platos y apretó tanto los labios que se le pusieron blancos. En el fondo deseaba secretamente que aquel desconocido acabara con su desgracia mediante un disparo certero.

-Puedo obligarla a hablar, y es exactamente lo que voy a hacer. De usted depende decir o no la verdad.

Por primera vez el joven editor lo tenía claro. No iban a tomarle más el pelo ni a burlarse de él con esquivas respuestas. Todas las verdades que había estado escuchando durante la última semana eran verdades a medias, tan oscuras y retorcidas que incluso se tornaban difíciles de entender. La pistola que sostenía le garantizaba claridad en su interrogatorio, sutileza en las respuestas, nada de rodeos o evasivas, nada de cabalísticos mensajes escondidos entre líneas.

-Muy bien señora Concha ¿Dónde esta el diario?

Y por eso mismo le sorprendió tanto cuando la señora le dijo:

-Deja de hacer el tonto y baja esa pistola- Jesús se quedó blanco y perdió toda su autoridad -sé que no tienes intención de usarla, así que dejémonos de parafernalias.

Se vio descubierto, entonces volvió a guardar el arma en el bolsillo y se alegró de poder hacerlo. En verdad no quería usarla.

-¿Quieres un té?- Jesús la miró con rostro enojado -Cierto. Tal vez no sea el momento apropiado, pero a mí me relajaría. Creo que lo necesito- se levantó y caminó hasta la cocina sin que cayera su manta de las rodillas. Jesús se acomodó desesperado en el sillón. A la que el fogón estuvo encendido, la señora Concha volvió a sentarse en su mecedora -no sé quién te lo habrá dicho, pero yo no tengo ese diario al que te refieres.

-No la creo.

-No tienes porqué hacerlo. Es la verdad, y a mí me basta.

-¿Cómo sabe entonces la manera de romper la maldición?

-No hay manera de romper la maldición, joven, si ha estado medianamente investigando por respuestas, al menos habrá averiguado eso. Existe un diario, sí, eso me dijeron los viejos del lugar, pero nunca lo he visto y mucho menos leído. Antes de que empieces a vacilar diciéndome lo que yo en teoría debería saber, déjame recordarte que llevo en la urbanización menos de veinte años y lo que viene aquí sucediendo se remonta mucho más atrás. Probablemente sepas más tú sobre la historia que yo misma. Nunca me ha interesado. Cuando mi marido dijo lo que no debe ser dicho, no nos creímos la amenaza hasta que fue demasiado tarde. Después de ello nunca más me he preocupado en esta historia, a parte, claro, que para olvidarla. Demasiado fue el horror vivido y por eso es por lo que no quiero hablar de ella. No hay razones ocultas, simplemente vergüenza y miedo. No es necesario que yo adelante con mis palabras lo que va a pasar, ya lo verá cada uno a su debido tiempo. Al final todos caben.

Jesús se llevó las manos a la cara y apoyó los codos sobre las rodillas. “No puede ser” pensaba.

-No puede ser- dijo.

Después de meditarlo profundamente y antes de que la desesperación, la “indefensión”, lo hundieran por completo, preguntó:

-Entonces ¿Qué le dijo a Miguel cuando vino a verla?

-Joven, no te conozco, pero eres como un fantasma que viene del pasado para recordarme todos mis pecados. El mal más grande que hayas podido hacer en tu vida no tiene comparación con lo que hice yo de joven, y todavía me arrepiento. Es verdad que a Miguel le dije la forma de escapar de la muerte, pero el que no muera no significa que la maldición no se cumpla pues, como he dicho, siempre lo hace. La historia del lugar es una historia antigua, siempre ha habido en la urbanización alguien que tenía ese conocimiento. Ahora me ha tocado guardarlo a mí, antes lo extraje de otro que ya no está con nosotros, y cuando yo muera, uno más ocupará mi lugar y mi vergüenza- se mantuvo callada, presa de una guerra interior que no podía dominar -Cuando le diga esto puede que me odie como me odio yo misma, pero esta noche usted va a ser mi confesor.

“Y es que una madrugada de ahora hace quince años, mi marido murió de la forma más brutal y salvaje en que puede morir un hombre, pero fui YO quien dijo la palabra prohibida diez días atrás”

Una vez dichas esas palabras la señora Concha se echó a llorar recostada en la mecedora. Jesús notó toda la rabia de saber que nada podía hacerse. Finalmente todo estaba claro, no podía permanecer más en aquel lugar, debía correr, volar hasta la casa de Luisa en ese mismo instante. Más tarde, tal vez fuera demasiado tarde.

El viento, el rocío, el aire helado de la noche trasmitía por doquier su delicia. Los grillos mantenían flotando en el ambiente su líquida canción y el quejido y lamento de las bombillas encendidas de las farolas tronaban en el silencio. Las apartadas calles, rodeadas de piedras negras, iban quedando atrás en la loca carrera de Jesús. Una niebla condensaba la humedad sobre su cuerpo mojándole el cabello, y el pesado viento adverso le volvía loco, sordo y ciego.

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