Blog Debaruch

lunes, 1 de febrero de 2010

TREINTA Y UNO

Les coves del drac están es Porto Cristo. A día de hoy visitarlas cuesta 8,50 euros, pero los niños menores de siete años entran gratis. La temperatura en su interior es de 20 grados centígrados y la humedad relativa del 80 por ciento. No son las únicas. Les coves dels Hams se encuentran también en Porto Cristo, pero en la carretera de Manacor. Su entrada es más cara pero los niños entran gratis hasta los doce años. La oferta turística de cuevas en Mallorca continúa con les coves d`Hartà (con descuento para grupos) Coves de Campanet y finalmente Coves de Gènova.

De todas ellas, les coves del drac son tal vez las más impresionantes con casi dos mil metros de longitud y seis lagos subterráneos, uno de ellos el más grande de Europa. Descubiertas en 1896 en la costa este de Porto Cristo, las estalactitas y las estalagmitas tenían una curiosa forma delgada y punzante, más finas que las normales, por eso las bautizaron con el nombre de racimos. Justo lo que parecen. En la punta de los racimos hay pequeñas gotas de agua, que son fruto de la filtración y cuyos minerales disueltos son los que forman con el paso de los años las curiosas formaciones por sedimentación. Cada gota de esas necesita unos diez años para llegar a la punta y luego caer, dejando más sedimento en el suelo. Tocar una de esas gotas es uno de los grandes atentados contra la naturaleza, es hacerle perder diez años. “Que le importa diez años a ella” pensaremos, pero nuestra vida entera se resume a que caigan siete de esas gotas.

Algo similar estaba buscando Jesús esa tarde. Se había vestido con ropa de deporte dejando por primera vez su traje de oficina colgado en el armario. Había comprado unos zapatos de montaña con gore-tex, unos pantalones de campaña con millones de bolsillos y una gorra para el sol que costaba más que su abono mensual al gimnasio.

En la pequeña mochila que llevaba a la espalda tan solo una cantimplora, algo de comer y papeles con indicaciones de dónde se suponía que estaba el antiguo pueblo y su iglesia.

Jesús condujo hasta las afueras de la urbanización, montaña arriba, donde las carreteras ya no eran de asfalto sino de grandes piedras calizas. Desde la altura pudo ver como asomaban los tejados de la urbanización entre los árboles. Sospechaba que, de haber existido un pueblo apartado de la civilización en donde sus habitantes estuvieran al margen del mundo, este sin duda se encontraba allí.

Caminó hacia las montañas con ahínco. La vegetación en aquella parte de la isla era de arbustos, pinos y diferentes plantas áridas o de secano. Siempre matorrales bajos, pero a medida que se acercaban a las montanas, el amarillento parduzco de las hojas resecas se convirtió en verde con venosos tallos. Encinas y garrigas de romeros, jaras, lavandas y acebuches, y entre aquel festival, un pequeño sendero comido por la maleza que se internaba en las faldas de la montaña. Era recto, con algún escaso pero pronunciado meandro, y las piedras que lo adoquinaban, sueltas, grises, polvorientas, crujían bajo la suela de caucho con la que Jesús cubría sus pies.

No hace falta decir que se puso a seguirlo con cansina persistencia y elevada tozudez.

Estaba convencido de que, y buena era su lógica, de ser tan solo un camino de cabras, habría cabras en algún lado, y no era el caso. Tampoco llevaba a ninguna posesión o masía que pudiera verse desde donde se encontraba, pues el sendero simplemente se introducía en el bosque, como el aire que agitaba las copas de los árboles, recto, rápido, solitario y confuso.

El sol estaba todavía alto pero iluminaba con ese mortecino brillo de invierno, al fin y al cabo, los días iban pasando y la estación se hacía a cada minuto más cruda. Esas mañanas soleadas con las que soñaba al levantarse habían desaparecido casi por completo y el frío de la isla, su ambiente húmedo y tortuoso de roca en medio del mar, calaba los huesos hasta la médula, hasta el tuétano. La chaqueta, fuera como fuere, siempre era insuficiente.

De repente el sendero pareció desvanecerse, cuando en realidad lo que hizo fue atravesar unos altos matorrales secos. Entre ellos podía atravesar agachado, pero era tal la densidad de ramas que era imposible ver qué le esperaba al otro lado. Jesús echaba vaho por la boca y respiraba apresuradamente. Algunas ortigas, cardos y zarzas custodiaban esa entrada natural con sus pinchos y púas. Entonces Jesús se detuvo para descansar.

Obviamente no había hecho todo aquel camino para volverse atrás. Se subió la bufanda hasta la nariz y siguió adelante. La valentía nace de la comprensión de la vida, por lo tanto es también sabiduría.

Quien comprende la vida es valiente.

Quien no, simplemente estúpido. Muchos incautos han pasado por valientes al no comprender la vida, al no tener conciencia de que existía un peligro. Esos fueron incautos. Por otro lado tenemos a Superman, que puede ser muchas cosas pero no valiente. Con super-poderes no se puede ser valiente, no hace falta.

Si no fuera por todo lo que puede salir mal, no nos alegraríamos cuando las cosas salen bien. Todo está relacionado, por eso Jesús siguió delante. Un espeso nubarrón cubrió el sol y por un momento todo a su alrededor se convirtió en sombras. Jesús se introdujo entre los arbustos cubriéndose la cabeza con las manos mientras pensaba: “definitivamente soy de ciudad”. Sus ropas se engancharon con las zarzas y tuvo que tirar de ellas con fuerza para seguir adelante. El pequeño túnel de maleza no era tan corto como parecía y le llevó su tiempo atravesarlo. Diminutos rayos de sol se colaban entre las ramas dando a aquel camino un parentesco mágico.

Cuando finalmente lo dejó atrás, el brillante astro seguía oculto bajo la misma nube. Lo único frente a él era un infranqueable muro de piedra, la falda de la montaña, con una gran grieta a media altura y afiladas rocas a ambos lados.

Jesús se sentó presa del cansancio y la desesperación. No buscó el lugar idóneo, simplemente se dejó caer allí donde estaba, encaró el cielo y estiró los brazos. Mirando a las nubes daba la impresión que el mundo fuera un lugar hermoso en cualquier lado menos en aquel. Los árboles, que en todo el camino se alzaban rectos y verdes, una vez pasado el túnel de maleza se convertían en secos y retorcidos. No estaban muertos, allá nada lo estaba, pero te observaban desde su agonía.

Los pájaros no cantaban, el silencio era incluso más profundo que en Sometimes. Trató de buscar nidos de golondrina en las altas rocas de los acantilados pero en lugar de eso lo que vio fue una casa de madera en lo alto.

“Un refugio- pensó -o tal vez el lugar que ando buscando”

Con la ilusión de descubrir que ese muro de piedra no era el final del camino, Jesús se encaramó con energía para trepar y empezó a escalar con violento afán hasta que al rato se dio cuenta que aquella cabaña estaba más lejos de lo que aparentaba. Tenía los músculos agarrotados y las piernas cargadas. Un roce en los zapatos le hacía ver las estrellas cada vez que saltaba para alcanzar un saliente, pero aún así siguió adelante hasta que, en uno de sus saltos, se encontró de pleno en una explanada natural de la piedra maciza. Estaba llena de musgo por las rocas y, sobre todo, en el tejado de la pequeña cabaña, cuya madera además estaba podrida.

Se hace imposible acercarse siquiera a la emoción que puede sentir un hombre al realizar una gran hazaña, como por ejemplo llegar al polo norte, cuando el mero hecho de encontrar una cabaña en el campo hincha tanto el corazón de gozo que parece vaya a estallar. Jesús vio recompensados sus esfuerzos al descubrir esa cabaña porque aquel era el antiguo pueblo desaparecido. No quedaba mucho en pié pero sus ruinas estaban por todas partes. Era el primer hombre que pisaba el lugar desde hacía cincuenta años, tal vez más. Aquella era la diferencia de tiempo que se llevaban la última pisada de aquel lugar y la que acababa de dejar él sobre la tierra mojada, pero nada de eso servía de nada de no encontrar el diario de Huguet, y esa era la hazaña más difícil de todas.

Es en esos momentos cuando se echa de menos hablar con alguien, escuchar otra voz humana que reconforte. Jesús decidió entrar en la casa de madera. Allá no quedaba nada, tan solo escombros quemados en una pila. Dio una vuelta por los alrededores de la explanada sin dejar un solo metro sin inspeccionar y, justo donde la enorme grieta de la montaña se aplastaba contra el suelo, había una ruina de piedra.

Le había sido difícil diferenciarla del resto pues estaba construida con la misma piedra blanca y mohosa del acantilado, pero sus enormes ladrillos todavía conservaban la forma rectangular que le dieron los canteros. La base de la construcción, donde la potencia de los muros apenas se elevaba un metro del suelo, tenía planta en cruz regular por lo que no quedaban muchas dudas al respecto. Aquellos eran los restos de la ermita donde el reverendo Huguet impartía misa.

Anduvo por las ruinas, acarició las piedras y notó el frío tacto de los muros. Nada a su alrededor daba a entender que fuera una iglesia a parte de la planta. No había restos de pinturas ni frescos por las paredes, ningún resto de escultura o ídolo religioso, ni tan siquiera altar. Tan solo piedras. Jesús recordó los dibujos de los monstruos que había recogido en la casa de la plaza mayor. Pensaba que tal vez fueran algún tipo de parafernalia religiosa, algo que vieran pintado en las paredes y que tuviera un significado para los seguidores de aquel extraño culto de Cristo, pero no era el caso.

En verdad no tenía mucha información sobre aquella desaparecida religión, a parte de ser un cisma de la iglesia católica que sólo se practicaba en una pequeña aldea y que, por lo visto, era iconoclasta. Eso explicaría la falta de imágenes, como ocurre con los protestantes en comparación con los cristianos ortodoxos Griegos, que no son católicos, o los ortodoxos Rusos, los más contrarios al vaticano. Todos cristianos pero con su propio papa, todos con iglesias carentes de esculturas o rebosantes de ellas.

El Papa de la villa podía ser el señor Huguet, con su traje negro y su sombrero de ala ancha.

Estando Moisés en el monte Sinaí, este castigó a su pueblo por adorar a un ídolo sagrado, el becerro de oro. Los protestantes acusan a la iglesia del mismo pecado, “idolatría” o culto a las imágenes, por lo que se deshacen de ellas. El movimiento iconoclasta más pronunciado se dio en el cristianismo bizantino y en la religión musulmana, que tienen la prohibición de representar figuras humanas en las mezquitas. Pero la cuestión de los dibujos monstruosos seguía siendo una incógnita. Quien los hubiera hecho no los copió de una pared, entonces. O bien los había imaginado, o los había visto en otro lugar.

Jesús extrajo las fotocopias de su mochila.

En una, lo que parecía ser un hombre deformado tenía la cabeza aplastada como un cono que se alzaba a lo alto, pero continuaba en pié majestuoso, señalando con tres dedos a un segundo individuo que se aguantaba las tripas con los brazos mientras reía. Otro dibujo era una representación simplista del diablo. Cuernos, cola y toda la parafernalia con que le ha dotado la historia y la religión. Todos los hombres representados, por muy torturados y mutilados que parecieran, siempre sonrían abiertamente, y miraban al espectador. En otro dibujo aparecían dos hombres muy parecidos entre ellos, tal vez gemelos, colmados de cicatrices y heridas por todo el cuerpo. También un árbol pelado en cuya copa otro hombre flotaba con cara monstruosa. Parecía que las ramas lo sostuvieran.

No podía ser gente real.

Guardó los papeles y atravesó las ruinas hasta la pared de la montaña donde aquella enorme grieta parecía la partirla en dos. Entonces se dio cuenta de que la raja tenía profundidad, y que aquel mal quebrado era la entraba de una cueva.

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