Blog Debaruch

miércoles, 3 de febrero de 2010

TREINTA Y TRES

Cuando Jesús oyó la voz de Miguel al otro lado del teléfono colgó en seguida. No estaba seguro del porqué de su reacción, lo que sabia era que no podía hablar con él. Nada había pasado que rompiera su amistad, pero que sus sentimientos hacia Luisa fueran algo más que amistosos le hizo sentir como un traidor, como un déspota sin escrúpulos; cosa que por otro lado ya tenía asumida desde hacía años, pero no quería que lo supiera nadie. Tal vez esa fuera la razón por la que se esforzaba tanto por ayudarle, un sentimiento de culpa mayor del que estaba dispuesto a soportar.

Meditó por unos segundos y volvió a coger el teléfono, esta vez buscó el número del centro Sans de educación especial, y en cuanto llamó enseguida pudo hablar con Luisa.

Quedaron de nuevo en el café de artistas.

Cuando la camarera les dejó la taza en la mesa, Jesús la observó descaradamente con la mirada achinada y media sonrisa en la cara. Expresión ensayada que, si bien no era perfecta, al menos se acercaba mucho.

-¿Cómo te llamas?- le preguntó a la camarera.

Ella contestó que Rosa.

-Rosa- sostuvo el aliento como si estuviera oliendo la palabra -que delicia de nombre.

Mientras Rosa se alejaba sonrojada y con una risita estúpida en los labios, Luisa le dio una patada por debajo de la mesa a Jesús. No le molestaba que ligase estando ella presente, era libre para hacer lo que quisiera, pero no antes de decirle por qué la había citado de nuevo en ese café. Era una falta de respeto por su parte hacerla venir desde tan lejos para tenerla esperando mientras seducía a la camarera. Sin embargo, y habiendo sido Luisa muchas veces el centro de tales intentos por parte de muchos otros chicos, le había picado la curiosidad por descubrir hasta qué punto aquellos piropos iban en serio.

-¿Nunca piensas en buscar novia? Una de verdad, quiero decir, estable- preguntó.

Jesús podría haber contestado lo de siempre, un inspirado discurso rozando el machismo, casi misógino, mientras exaltaba valores universales como la libertad y la dignidad de estar solo, pero en esa ocasión, y por tratarse de Luisa, dijo:

-Solo a veces. Por ejemplo cuando voy al videoclub para alquilar una película, paso horas mirando sin decidirme. También cuando se hace tarde, echo de menos la última llamada del día, nunca me llama nadie por la noche- miró a Luisa a los ojos -pero nada de eso importa ahora. Necesito que me acompañes- dijo Jesús -sé que será duro pero no puedo hacerlo solo. Necesito a alguien que me ilumine, que aguante las linternas, que me de conversación.

-No me lo puedo creer. ¿Encontraste la gruta, tú? No te ofendas pero tienes pinta de no haber visto más árboles que los del Parque de las Estaciones. No te tenía por un explorador. Debiste hacer una buena excursión, no entiendo como quieres repetirla.

-Luisa, sé que no confías en mí, pero te necesito.

-Te equivocas. He hecho todo lo que me has pedido hasta el momento y creído hasta la última palabra, por eso mismo he acabado por no confiar en nadie. Miguel me aparta de ti y tú me apartas de Miguel, mi marido. Luego están esos niños, Tom y David, cada uno contradice al otro como si yo debiera escoger en quien confiar de los cuatro. ¿Por qué se me presentan a mí las señales y no a Miguel?

-Sé que estas hecha un lío pero debes venir conmigo.

-Creo que no quiero ir… o quizás sí. Cuando averigüe lo que quiero ya te avisaré.

-No hay tiempo, y lo sabes. Por algo estás teniendo esas señales. No es a ti a quien quieren desorientar ni hacer que la vida sea un infierno de eterna espera, sino a Miguel. ¿Qué es peor, la muerte o esperar la muerte, el dolor o la promesa del dolor? Miguel no sabe, como ninguno de los otros sabía, cuando le va a llegar esa terrible muerte, pero yo te puedo asegurar ahora mismo que ninguno de los que murieron duraron más de diez días una vez les hubo visitado el señor Huguet- Jesús notó como Luisa se incomodaba en su asiento –tengo el material que necesitamos en el coche. Todavía es pronto, sólo tenemos que ir, encontrar el dichoso libro y marcharnos antes de que anochezca.

Un sonido por la barra. A Rosa se le había caído la taza que estaba secando al suelo. Estaba nerviosa y hacía esfuerzos por no mirar hacia la mesa donde Jesús estaba sentado.

Diferentes frases pasaron por la mente de Luisa:

“Puede ser muy convincente, sobre todo cuando miente”

“No te fíes de tu marido”

“Solo le queda un día”

-De acuerdo, pero tenemos que irnos ahora mismo, y no quiero pasar por mi casa. Compraré unos zapatos de trekking en la tienda de la esquina- dijo Luisa. Entonces pensó que Jesús, a parte de convincente era insistente. Le hicieron falta solo unas palabras para conseguir arrastrarla a un bosque apartado en pleno invierno.

El camino estaba despejado hasta adentrarse en el bosque, entonces las copas de los árboles lo cubrían con sombras. El lugar era oscuro y los animales y los pájaros movían las ramas mientras el viento acariciaba los troncos y silbaba a través de ellos. El frío demoledor y el cielo cubierto.

Algo más de unos zapatos fue lo que compró Luisa en la esquina, y estuvo dando gracias a ello a cada paso. La cara se le cortaba por el aire, el cuello sufría a pesar de su bufanda. Llevaba una chaqueta con forro polar que le había prestado Jesús pues sabía que, en caso de que accediera a acompañarle, la necesitaría sin duda, junto con unos guantes de cuero y borrego. La mochila de Jesús era mucho más voluminosa que la última vez que caminó por esos parajes y, sobresaliendo de su espalda, llevaba un pesado pico y una pala.

Cuando llegaron al pequeño túnel de maleza seca Jesús le advirtió que tuviera cuidado con las púas de las zarzas, el paso era estrecho y podía engancharse varias veces con ellas. Le recomendó que se cubriera el pelo con un pañuelo.

-Al llegar al otro lado nos detendremos.

Y así lo hicieron, llegando a aquella parte del bosque donde no soplaba el viento, donde los pájaros no cantaban y la naturaleza agonizaba.

“Siniestro” es la primera palabra que viene a la mente.

Luisa estuvo a punto de echarse atrás cuando descubrió que debía escalar todas las piedras del acantilado para llegar al pueblo perdido, pero, como le había advertido Jesús, no era tan difícil como parecía. Caminar, empujarse con los brazos para subir y avanzar. Repetir. Caminar, ayudarse con los brazos para subir y avanzar. Repetir. Descansaron en dos ocasiones durante la subida por deseo de Luisa, y a Jesús le vino bien pues realmente el peso de su mochila era tortuoso. Repetir. Caminar, ayudarse con los brazos para subir y avanzar. Repetir. Hasta que llegaron al pueblo.

Fue Luisa quien notó que desde aquella explanada podía verse la urbanización de Sometimes por encima de los árboles, pero poca cosa más. Palma estaba muy lejos y no se encontraban lo suficientemente altos como para alcanzar ver el mar. Se pusieron uno al lado del otro para contemplar la vista pero al poco Jesús comenzó a apremiar.

-Tenemos poco tiempo y todavía debemos abrirnos paso para entrar en la cueva.

Luisa le preguntó que a qué se refería, y cuando este la llevó a la entrada, al pié de la gran grieta, entendió sus palabras. Cuarenta años atrás, cuando encontraron los cadáveres mutilados de todos los habitantes de la aldea, se encargaron de tapiar de nuevo la entrada para que ningún periodista o curioso estuviera tentado a entrar para investigar por su cuenta. A nadie se le habría ocurrido, los hechos fueron demasiado horrorosos como para que atreverse a aventurarse por aquel bosque durante años, aunque, pasado el tiempo, ahí estaba Jesús para echar abajo el pequeño muro de ladrillo que tapiaba la entrada.

El trabajador de la editorial, el ratón de biblioteca y el de los trajes de doscientos euros, todos ellos la misma persona, dejo la mochila en el suelo y extrajo el pico. Se quitó la chaqueta y arremangó el yérsey. Tenía las manos heladas y las mejillas sonrosadas, pero pronto entraría en calor.

Con el primer golpe notó como temblaba su cuerpo entero. Estaba tieso, entumecido y nada acostumbrado al minoritario deporte de derribar muros. Volvió a intentarlo, esta vez preparado para recibir la vibración del golpe a través del pico hasta sus brazos y, de ahí, hasta sus pies. Una vez más, y otra. Y otra. Y otra.

Las gotas de sudor le resbalaban perladas por su cara y saltaban ordenadamente desde la punta de su nariz hasta sus botas. Pero la tarea fue más sencilla de lo que había pensado. En seguida los primeros tochos se partieron y dieron lugar a que todos cayeran hacia dentro, el mortero era de mala mezcla y estaba desecho por la lluvia, la humedad y las sales.

Allá estaba la entrada, negra como la noche, camino a un nuevo mundo. Entraron agachándose, uno tras el otro. La ausencia de luz era tal que cualquier insignificante brillo en su interior se convertía en una hoguera de fuegos de artificio. Las linternas iluminaban con fulgor cada piedra, y estas creaban sombras que danzaban por las esquinas a medida que avanzaban por sus entrañas.

-Apuesto a que no imaginabas esto cuando te levantaste por mañana- dijo Jesús bromeando.

-Nunca había imaginado esto. Salir contigo es una buena forma de romper con la rutina ¿Son así todas tus citas?

-Sólo cuando no puedo conseguir nada con ellas.

Luisa sonrió, pero Jesús no pudo verlo.

El suelo estaba formado también por rocas, colocadas unas sobre otras, por lo que había que andar con “ojo donde se pisa”, además, la inclinación era muy pronunciada, tanto que, mirando el punto de luz en que se había convertido la entrada, más que en una cueva, parecían estar bajando al fondo de un pozo.

Cuando el desnivel se suavizó y el descenso continuó siendo incesante pero menos pronunciado, Jesús supo que habían llegado a la falda de la montaña. Todo lo que habían escalado para alcanzar la entrada lo habían bajado ya. La luz de la entrada desapareció, el frío se suavizó y la humedad empapaba las paredes. En lugar de piedra bajo los pies, poco a poco, tierra, raíces y roca. Sin duda alguna se encontraban bajo la montaña, bajo el bosque, y la gruta se ensanchaba.

-Una cueva no es un laberinto- dijo Jesús –es bastante raro que en su interior se den muchas ramificaciones, pero ocurre- su voz sonaba extraña por la acústica –puede haber salas cerradas por desprendimientos, como ocurre en las cuevas de grandes salones, pero también existen las de pasillos interconectados que responden a diferentes procesos geológicos a través de los años. Esperemos que no sea una de esas.

-Veo que has estado estudiando- dijo Luisa complacida.

Estar en un lugar como aquel podía asustar a cualquiera, por lo que siempre es preferible no pensar y confiar en que la persona que te acompaña sabe perfectamente de qué va el asunto. Por si surge algún problema. Hay que mantener la mente ocupada, y para eso va bien que alguien esté siempre hablando, como Jesús, que era un experto en eso.

Aunque te importe una mierda lo que diga:

-Las cuevas se forman principalmente debido al desgaste de la roca caliza- decía -compuesta de carbonato de calcio providente de restos orgánicos marinos. La erosión se debe al agua subterránea o la que se filtra por el techo rocoso. Debido a la porosidad de la roca caliza, esta se va disolviendo provocando así que el tamaño de la cueva aumente, tanto en amplitud como en profundidad.

Para los que no les baste la explicación de Jesús, la completaremos diciendo que el carbonato de calcio (CaCO3) sólo es soluble en agua que contenga bióxido de carbono disuelto (CO2), de esta reacción química se forma el bicarbonato de calcio (Ca(HCO3)2) sustancia que es arrastrada en solución y desciende de la superficie hasta el techo de la caverna. A menudo se evapora, liberando el bióxido de carbono gaseoso y depositando el carbonato de calcio, generalmente en forma de calcita. En este proceso se van formando las concreciones calcáreas tales como: estalactitas, estalagmitas, columnas y otras formaciones con forma de aguja o flor.

Pero como hombre de letras que es Jesús, había pasado por alto toda la información química de sus libros. No tenía importancia, pero podría haberle servido para continuar su monólogo durante algunos minutos más y no acabar callado tan pronto, haciendo del viaje una tortura de silencio donde los únicos sonidos provenían de las gotas de agua cayendo sonoramente en los charcos y cavidades que formaban.

Luisa, dándose cuenta de tal incomodidad preguntó:

-¿Por qué dejaste a Marlen?

Como si fuera el mejor momento para exponer esa cuestión. Y Jesús no tardó ni dos segundos en decir:

-Entre muchos, muchísimos defectos, el peor era que Marlen quería ser perfecta... Pero sabía que no lo era, así que se esforzaba en que los demás lo creyeran. Por eso era mentirosa. No aguanto las mentiras, aunque sean pequeñas. Supongo que no es culpa suya, sino de la televisión, ya sabes, todos creemos ser especiales.

Llegaron a un punto donde la cueva se ensanchaba creando una gran sala con un pequeño lago en el centro. No debía ser profundo, más bien un poza debida a la erosión de los millares de gotas que cayeron del techo durante los años. Detrás de él, una pequeña península rodeada de cintas amarillas de plástico.

-Eureka.

A Jesús se le iluminó tanto la mirada que por poco no pudo prescindir de su linterna. Según los informes que había leído, aquel debía ser el lugar donde encontraron los cadáveres. Bendijo la santa oscuridad por librarles de la horrenda visión de sangre seca por doquier. Según esos mismos informes, algunos cuerpos habían reventado tiñendo de rojo incluso las rocas más altas. Jesús se agachó allá mismo y comprobó que era cierto, el color oscuro que teñía las piedras confirmaba que habían gozado de un baño de sangre.

No dudó en advertir a Luisa del lugar donde se encontraban, aunque escatimando detalles desagradables.

-¿Esto de las paredes es sangre?

Dentro de lo posible.

-Creo que sí- confesó Jesús -la roca es muy porosa y se habrá teñido- y dijo -retiraron los cuerpos que había a la vista y no buscaron más, aunque dijeran lo contrario a los periodistas. En cierto modo les comprendo, no hay mucho por donde adentrarse y el espectáculo no debió ser agradable en absoluto.

De repente, entre la oscuridad, un brillo. La linterna de Luisa era la más danzarina debido al miedo, por lo que en uno de sus vuelos rasantes por las paredes de piedra reflejó un brillo húmedo más allá de los muros.

-Ilumina allá- ordenó Jesús. Luego se adentró en la poza de agua helada y caminó por ella hasta la península con cintas amarillas.

El agua le llegó hasta las rodillas pero el escalofrío hasta el cogote. Notó como se le entumecían los dedos de los pies hasta que dejó de sentirlos, como las rodillas le temblaban tan violentamente que parecía fueran a partirsele los huesos, y como le faltaba el aliento, robado, como por arte de magia. Al llegar al otro extremo los pantalones se le pegaban a las piernas y los zapatos goteaban.

En la nueva orilla se acercó a la pared, allá encontró más sangre. Los cadáveres debieron estar desparramados por toda la estancia y los diferentes miembros esparcidos por la cueva. ¿Por qué habría puesto la policía esas cintas amarillas en aquella parte? Tenía que haber una razón.

Jesús palpó con sus manos heladas la húmeda piedra y se dio cuenta de que había un agujero. Tenía aproximadamente medio metro de diámetro, algo menos, lo suficiente para que la linterna de Luisa hubiese reflejado el agua cristalina del charco que había al otro lado, iluminado ahora por Jesús. Y es que allá había otra sala.

-Luisa, rápido, pásame el pico y la pala.

-¿Tengo que llegar hasta ahí?- se quejó al descubrir que también debía mojarse los pies.

-No te preocupes, solo es agua y te necesito cerca.

-¿Y no puedes pasar sin agrandarlo? El agujero no es pequeño del todo.

-No, no puedo pasar y creo que tú tampoco. Sospecho que por este agujero solamente cabría un niño.

Poco convencida, Luisa metió el primer pié en el lago. Se quejó con un grito ahogado por el agua helada y Jesús replicó “¿de veras? No me había dado cuenta”. A medida que fue avanzando, el agua comenzó a ascender y, siendo ella como era más baja que Jesús, le cubrió por completo la pantorrilla llegándole hasta el muslo. Caminaba despacio, con los enseres abrazados al cuerpo y los dientes castañeteando. A medio camino, un grito ahogado, agua salpicando a Jesús y el cuerpo de Luisa desapareciendo en las profundidades.

Se hundió rápidamente en las aguas oscuras debido al peso de las herramientas. Jesús iluminó con nerviosismo el lago pero no encontró rastro de ella. La linterna de la joven flotaba a un lado y Jesús, consciente de que si dejaba la suya se sumiría en la oscuridad, la cogió con fuerza y se lanzó de cabeza en busca de Luisa entre gritos de agonía y espanto. En ese momento de pánico no percibió el frío.

Empezó a chapotear y a sumergirse, topando en seguida con el duro suelo de piedra pensando: “no es posible, no es posible”, mientras clavaba sus uñas entre las grietas hasta rasgarse las yemas de los dedos. Aquel charco no tenía la profundidad suficiente como para que Luisa se hundiera en él, pero eso mismo había ocurrido frente a sus ojos. En momentos de pánico como aquel, todo sucede como en un sueño. La incredulidad del infortunio, el despertar de un sueño.

Sintiéndose cada uno especial, y por tanto protagonista de la historia, sería injusto no mostrar el punto de vista de Luisa durante esos malos momentos.

La joven se introdujo en el agua de poca gana, el frío le heló los pies con los mismos síntomas de entumecimiento que sufrió Jesús, aunque tal vez más violentos. Luisa era una chica fina, aquel no era su lugar. Empezó a caminar, paso a paso, con las aguas heladas hasta el muslo y, de pronto, uno de sus pies se encontró sin sustento. Luego el otro. En un instante veloz y agónico supo que había caído en un pozo, aunque la sensación que realmente tuvo fue la de perder el suelo bajo sus pies y que tiraran de ella hacia el fondo con fuerza.

Luisa soltó el pico y la pala pero continuó descendiendo a lo más profundo de ese lago sin fondo. Una indescriptible sensación de angustia la embriagó y burbujas de oxígeno la rodearon haciéndole cosquillas por la cara. Era su aliento que se escapaba. Trató de retenerlo con avaricia mientras observaba a su alrededor, oscuridad, burbujas y una luz en la superficie lejana. Su linterna flotando en el exterior. Algo pesado turbó las aguas, sin duda Jesús que venía a rescatarla, pero era tarde, estaba demasiado alejada, caía demasiado rápido, demasiado profundo.

De nuevo, la agonía de la asfixia.

Y de repente, dejó de caer. El dolor que sentía en los tobillos desapareció como si dejaran de tirar de ella y su cuerpo detuvo la caía en el abismo para retomar el flote. Abrió los ojos y, sintiéndose libre, comenzó a nadar hacia la superficie con todas sus fuerzas y desordenado pataleo. Temía abrir la boca y dar una gran bocanada de aire cuando lo que se encontraría sería agua helada en los pulmones, pero su asfixia era tal que podía suceder en cualquier momento. Las fuerzas la abandonaron y sus miembros languidecieron mientras trataba por todos los medios de concentrarse para no respirar. Gracias a Dios, un fuerte brazo la cogió por debajo del cuello y, como quien despierta de una pesadilla, llevó su rostro de nuevo a la superficie donde el preciado aire la esperaba para inundarla por dentro, para correr su sangre, para oxidarle el cerebro.

Jesús la vio aparecer, no estaba lejos, ni tampoco profundo. Dio gracias al cielo y, sin necesidad de sumergirse, pudo abrazarla y sacarla del pozo donde había caído. Entonces la llevó en brazos hasta la pequeña península, donde pudo tumbarla en el suelo y esperar que se repusiera.

Luisa daba grandes bocanadas de aire interrumpidas por toses. Abría tanto la boca que parecía un pescado. Y prácticamente así era.

Jesús encontró el pico y la pala donde se suponía se había hundido Luisa. Tanteó con las manos y caminó con cuidado hasta que se convenció de lo imposible: de haber un agujero bajo esas aguas, se había cerrado completamente.

Seguidores

Datos personales