Blog Debaruch

sábado, 6 de febrero de 2010

TREINTA Y SÉIS

Jesús no estaba seguro de haber estado consciente todo el tiempo. Cuando reunió las fuerzas necesarias se sentó en un saliente y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Gotas seguían cayendo del techo, como durante años, engrosando el caudal de charcos que le envolvían. Cogió la linterna y se alumbró la mano. Estaba llena de sangre, completamente empapada, y goterones purpura resbalaban por su antebrazo hasta el codo.

“Mierda” pensó. No era una persona aprensiva, pero un golpe como aquel podía ser problemático en un lugar como ese si no conseguía que dejara de sangrar. Se quitó la camiseta y se la enroscó en la cabeza, con fuerza, usando la mano con la que no aguantaba la linterna. Hay algo de humillante en que una mujer te deje fuera de combate, y algo de ofensivo cuando esa misma mujer te atrae, pero no era momento para rendirse.

Miró su reloj de quinientos euros. Se había parado a las veintidós horas.

“Timo” era la primera palabra que venía a la mente.

El agua y los golpes habían acabado con él. Ahora debía ser cerca de la media noche. Jesús se levantó y puso de nuevo el pié en la sala que había conseguido abrir a golpes de pico. Tenía la entera seguridad de estar pisando territorio virgen, un lugar que nadie antes había alcanzado estando vivo. Se sentía como un gran explorador y el pequeño mareo que le hacía perder el equilibrio, así como el agudo dolor de cabeza e incisivo pinchazo en la sien a cada latido de corazón, no hacían más que multiplicarle la sensación de triunfo

La nueva sala en la que Jesús se adentró era todavía más hermosa que la anterior. Su techo era más bajo y estaba completamente aguijoneado de afiladas piedras, mientras que, en el suelo, las rocas se unían dando como resultado las formas más bellas que jamás había visto. Realmente la belleza es absurda, no tiene un porqué definido y sólo se encuentra en los ojos del que mira. Dentro de la moral humana, en su cultura. Y toda esa belleza, sin merito para una naturaleza a la que le trae sin cuidado, había permanecido hasta hoy, a oscuras, vedada a los ojos mortales e injustamente menospreciada. Y toda esa belleza, sin luz ni calor, había permanecido inexistente, como continuaba siendo inexistente en mil otros lugares donde el hombre no había puesto el pie todavía, mientras espera ansiosa que la descubran. Y toda esa belleza contrastaba con un olor fétido, pútrido, infecto.

Jesús alumbró en todas las direcciones y recovecos. Era imposible captar todos los matices y dibujos que hacían las sombras, pero una cosa quedaba clara a simple vista. Ese no era el final del trayecto.

Lo que parecían ser al menos cuatro caminos se adentraban en las profundidades de la tierra, todos ellos negros, todos ellos oscuros, todos ellos hermosos conocedores de los más inaccesibles destinos; y en medio, apoyado en una gran columna que años atrás fueran una estalactita y una estalagmita que se miraban enfrentadas cada una desde un extremo, Jesús vio más restos humanos.

Se acercó lentamente hacia esa columna, atento a que no se le nublara la vista ni perdiera el conocimiento. Debía prestar especial atención a su cabeza, averiguar si seguía sangrando, de ser así, debería salir de aquella cueva en seguida, antes de perder tanta sangre que le debilitara e impidiera volver a salir. La camiseta en su cabeza estaba tan empapada que le era imposible saber cuando paró de manar, si es que ya había parado. Confiaría en la suerte, pues estaba tan obcecado en acercarse a ese cadáver que no reparó en realizar un primer análisis de su contusión, ni una primera cura limpiando la herida con aguas subterráneas. Todo eso debía esperar. Jesús iluminó los restos que yacían en el suelo y descubrió horrorizado que no eran los únicos.

Pero de todos los que se le adelantaron en aquel viaje, tenía pensado ser el primero en volver a la superficie.

Había encontrado el mausoleo del señor Huguet.

El esqueleto del gurú todavía estaba vestido con las negras ropas que a Miguel le semejaban Amish, y a su lado estaba el sombrero de ala ancha, tan típico en los curas rurales de su época. Los restos habían perdido toda humedad, se habían resecado y la carne desaparecido, a excepción de los lugares en que entraba en contacto con las piedras. En ese caso conservaba algo de su frescura por la humedad y continuaba pegada a los huesos, al igual que la piel, firmemente soldada a ellos en dispersas zonas de la cara y las costillas.

Tenía las piernas extendidas y los brazos abiertos. Debajo de cada uno de ellos, los cadáveres más pequeños de niños esqueléticos que conservaban el pelo y las uñas. Al alejarse pudo percatarse que esos no eran los únicos niños de la estancia; también podía encontrarlos amontonados en las esquinas, en pilas de huesos, y esparcidos a lo largo de los pasillos por los que Jesús no se atrevió a adentrarse en ellos. Al darse la vuelta y alumbrar la entrada por la que había pasado, Jesús descubrió torsos desmembrados de adultos que habían logrado atravesar el diminuto agujero mutilándose a sí mismos, o con ayuda de otros. Pero los que peor debieron pasarlo fueron los niños. Ellos anduvieron perdidos durante días antes de encontrar la muerte.

Aquel lugar simbolizaba el encanto de lo decadente. La belleza y la decadencia. Hermoso y horrendo al mismo tiempo. No comprendía qué había logrado Huguet con tal atrocidad pero en su diario debía detallarlo. ¿Cuál era la finalidad de aquel extraño culto masoquista? ¿Crear un lugar donde una palabra fuese motivo de óbito? ¿Y porqué “esa” palabra en concreto? Jesús ansiaba desvelar todos esos misterios. Tiró la camiseta manchada en sangre al suelo y con la mano libre se tapó las fosas nasales para no percibir el hedor mohoso de los cadáveres. Abrió la chaqueta del señor Huguet y rebuscó por todos sus bolsillos pero no encontró nada, ni siquiera una cartera o un crucifijo. Se asqueó al rozar a través de la ropa sus costillas peladas y poco le bastó para desesperarse.

No podía volver a casa con las manos vacías, sería injusto y doloroso, más que una pedrada en la cabeza. Tal vez Huguet escondiera el libro en los laberínticos pasillos que veía adentrase en la oscuridad, hacía lo desconocido. Tal vez dejase el diario en el exterior de la cueva, a diferencia de lo que creían todos. Tal vez lo destruyera para que nunca nadie supiera lo que allá había acontecido. Tal vez no existiera tal diario y fuese una mala interpretación de las noticias de la época o tal vez no tuviera forma de libro como imaginaba, sino uno de esos niños muertos que aprendía y repetía todo lo que dictaminaba su maestro. Tal vez, tal vez, tal vez la suerte le había abandonado. Eran tantas las cosas que desconocía, tantos los factores que podían salir mal que Jesús no pudo hacer otra cosa que desesperar. Aquel golpe en la cabeza y la irremediable cicatriz que le dejaría iban a ser el recuerdo de una derrota, de una excursión fallida, la perdida de confianza de una mujer y la incapacidad de probar su inocencia.

Jesús se alejó de los cadáveres y meditó por unos instantes. No dejaba de ser intrigante la posición en que se encontraban. Tres esqueletos abrazados. No, no se abrazaron en el suelo a esperar la muerte, es muy difícil retener a un niño de esa manera. Son criaturas inquietas que siempre andan moviéndose de un lado para otro, así que probablemente, cuando Huguet se sentó para abrazarlos, estos ya debían estar muertos. En ese caso fue a juntarse con ellos cuando notó que sus fuerzas diezmaban, pero de alguna manera debieron morir. Probablemente de hambre, o quizás bebieran aguas contaminadas, o se envenenasen ellos mismos ritualmente, quien sabe, pero Huguet debió ser el último en caer. Ni los niños ni el gurú tenían señales de violencia como los hombres de la entrada, cuyos miembros también habían lanzado por el agujero.

Jesús se fijó en los brazos de Huguet, no parecían haber sido desencajados ni arrancados. En verdad no había forma física de que la envergadura de aquel hombre entrase por el agujero inicial de la entrada a la sala… a no ser que hubiera otra entrada, en cuyo caso alguien podría haber estado donde se hallaba Jesús. No era descabellado. Le entraron ganas de salir de aquel lugar. Demasiado pronto para pasar tanto tiempo bajo tierra... todavía no había muerto.

Miró las manos de Huguet. Tenía los dedos descolocados. Los iluminó con la linterna y se acercó para observarlos claramente. Sólo tenía mutilada la mano izquierda, y al decir descolocados, quería decir rotos. Como si hubiera estado sujetando algo que le arrebataron a la fuerza una vez muerto.

Entonces una posibilidad le llegó clara a la mente, y si bien continuaba sin tener ni idea de donde podía andar el preciado diario, sabía donde encontrar sus enseñanzas.

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