Blog Debaruch

jueves, 11 de febrero de 2010

CUARENTA Y UNO

Cuando Jesús llegó a casa de Luisa estaba sudando como un animal. En su alocada carrera tropezó varias veces, de las cuales sólo en una dio con los huesos contra el suelo. El golpe ahora le hacía cojear, pero no por eso dejaba de correr. Tuvo que recuperar el aliento porque no podía ni gritar el nombre de Luisa sin asfixiarse. Apoyó las manos sobre sus rodillas y estuvo a punto de vomitar. La casa estaba frente a él con todas las luces apagadas. Los grillos continuaban llamándose los unos a los otros. El clima era engañoso y muchos insectos pensaban que todavía faltaba para el invierno, aunque la noche fuera fría. Muy fría.

Se acercó a una ventana y sin ningún remordimiento apoyó las sucias palmas de sus manos contra el cristal. Nada pudo distinguir en el interior de la casa. Un gato se asustó y corrió gimiendo mientras tiraba un cubo de hojalata. Fue a otra ventana y golpeó repetidas veces con los nudillos mientras repetía el nombre de su enamorada. Tanto la puerta principal como la del jardín estaban cerradas. Miró su reloj, continuaba parado a las veintidós horas.

Sabía que era una mala idea. Después de lo que había pasado el día anterior, era ingenuo pensar que Luisa querría hablar con él, que le dejaría explicarse, y más en su casa, donde su marido la vigilaba y controlaba constantemente, pero varias razones lo arrastraban hacia ella con apremio. La primera y más obvia, la advertencia que debía hacerle sobre Miguel. Aunque no quisiera creerle, debía que decirle que planeaba “canjearla”, planeaba salvar su vida ofreciendo la de ella a cambio, como hizo la señora Concha años atrás. Debía decirle que Miguel no era trigo limpio, como siempre había sospechado, y que ahora tenía pruebas claras. Sólo debía hablar con la señora Concha para convencerse.

Tenía que alejarse de Miguel lo más que pudiera hasta que llegase el deforme que sin duda estaba al caer, pues “nunca tarda más de diez días”.

Otra cosa de la que quería convencerla era de su inocencia. No podía seguir con su vida sabiendo que ella pensaba que era un asesino, que había planeado matarla. ¡Que locura! ¡Si era la persona a quién más quería en el mundo! ¿También le diría aquello, que durante esas últimas semanas se había enamorado irremediablemente de ella y que todo ese interés, todas esas penurias habían sido en realidad por ella? Difícil era reconocerse a sí mismo que estaba enamorado, más difícil tratándose de una mujer casada, realmente complicado siendo la esposa de su mejor amigo y rozando el absurdo cuando trataba de salvar la vida de este.

¿Qué sería lo primero en decirle? Tenía que verla a toda costa y, si era necesario, obligarla a que le escuchara. Acarició la pistola que continuaba en el bolsillo de su pantalón y se preguntó si se atrevería a encañonarla. Sin duda, si era en su propio bien, lo haría.

-¡Luisa!- gritó a la ventana del segundo piso, donde suponía estaba su cuarto.

Se arrepintió al momento. Si le descubrían antes de entrar en la casa, Miguel llamaría a la policía antes de conseguir entrar. Tomó una decisión. Fue hacia la puerta principal y extrajo la pistola del bolsillo. El silencio era absoluto, en Sometimes siempre lo es al anochecer. El arma pesaba más a cada minuto y el gatillo estaba más duro de lo que jamás hubiera imaginado. Apuntó cuidadosamente a la cerradura sin saber con exactitud donde iría a ir la bala. Respiró profundamente, aguantó un segundo el aliento y apretó el gatillo. El retroceso hizo que el cañón se levantara y la bala se estrellase unos centímetros por encima de la cerradura. Esto ocurre cuando no se aguanta el arma de la manera correcta, y Jesús nunca antes había sostenido un arma.

Fue el final de la paz, del silencio y la tranquilidad. El disparó sonó como un cañonazo y varias luces se encendieron en las casas vecinas. Jesús no perdió el tiempo y volvió a disparar acertando en esta ocasión el tiro. Una patada a la puerta fue lo que terminó haciendo que se abriera y se introdujo velozmente en la oscuridad del salón.

Al principio no vio nada. Las luces no se encendían. Un olor agridulce flotaba en el ambiente, una esencia ligeramente familiar pero demasiado sutil como para reconocerla. Algo se movió al otro lado de la sala. Jesús no bajó la pistola y comenzó a dirigirse hacia la figura que se agitaba en el suelo. Al acercarse reconoció a Luisa arrodillada, con la frente apoyada en las baldosas y los brazos atados a su espalda con alambre de espino.

-Dios santo.

Corrió a socorrerla lo más rápido que pudo.

-Tranquila, túmbate, tranquila.

Primero intentó liberarla del alambre, desenredarlo con cuidado, pero era una tarea difícil. La sangre era resbaladiza y algunas de las púas se habían clavado profundamente en la carne de sus muñecas. Cada vez que extraía una, Luisa gritaba de dolor.

-Estoy aquí bonita, estoy aquí- miró a su alrededor, no había señales de Miguel por ningún lado, de modo que fuese lo que fuese que hubiera pasado, y por muy ansioso que estuviera de averiguarlo, ya había terminado -ha pasado todo, te pondrás bien- dijo Jesús aunque no estuviera seguro del todo. La chica tenía muchos cortes aunque ninguno parecía profundo. No fue hasta que la habitación se iluminó por completo cuando descubrió el horror que se encontraba oculto por la oscuridad.

Sangre por toda la sala. Sangre por las paredes y el techo. Diferentes pedazos de carne y hueso astillado rondaban las esquinas. Antes se había preguntado donde estaba Miguel, la respuesta correcta era: “alrededor suyo”. Todavía más horroroso que todo lo que había tenido la oportunidad de ver en fotografías o leer en antiguos recortes del periódico.

-Los monstruos de los dibujos- dijo Luisa desde el suelo, agónica.

-¿Cómo Dices?

-Los monstruos de los dibujos…

La luz que había iluminado la estancia no pertenecía a las lámparas de la casa. Jesús lo sabía, y a pesar de su sorpresa, sospechó con acierto de donde provenía aquel potentísimo haz de claridad. Un coche patrulla había aparcado justo frente a la puerta abierta del salón. No pudo verlo porque lo deslumbraba, pero por la ventana reconoció los característicos colores de las sirenas policiales. Probablemente habían acudido alertados por algún vecino que escuchó los disparos.

-¿Te refieres a los dibujos que encontré en la casa de Oriol?

Varios agentes entraron entonces con las armas en alto apuntando a Jesús. Uno de ellos se echó a un lado para vomitar mientras los otros gritaban encolerizados palabras que Jesús no lograba entender. Necesitaba una respuesta de Luisa antes de que los separaran para siempre.

-¿Han estado aquí esas bestias? ¿Los hombres de los dibujos?

Sabia que siendo una religión iconoclasta, aquellos dibujos no eran de ídolos o cuadros, tampoco esculturas o relieves. La teoría más retorcida podía ser la cierta, aquellos dibujos eran de personas de verdad.

-¡Al suelo!- interrumpió uno de los agentes -¡Las manos donde pueda verlas!- todos en el cuerpo estaban informados del altercado de esa mañana y sabían de sobras que el prófugo se había llevado el arma de uno de los agentes. No vacilarían en pegarle un tiro.

Jesús levantó las manos y se alejó de Luisa. Al ver que le estaban apuntando le pareció poco adecuado quedarse cerca de una inocente, por si una bala perdida la alcanzase. Fue entonces cuando recordó que tenía el revolver en el bolsillo he hizo el gesto para sacarlo. Sabía que no tenía escapatoria, así que sacaría el arma despacio para entregarla. Empezó a realizar el gesto y los agentes le pidieron que se detuviera. Jesús hizo caso.

Un gesto como aquel podía significar su muerte si lo hacía bruscamente.

-¡Tengo una pistola en el bolsillo!

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