Blog Debaruch

domingo, 7 de febrero de 2010

TREINTA Y SIETE

Ciara notaba como la humedad le dolía en los huesos. Vivir en la isla no podía ser bueno para la artritis, para los pulmones, ni para nada. Había pasado todo el día haciendo una pausada limpieza de su casa, descansando cada veinte minutos con las piernas en alto para volver de nuevo al ataque con la fregona. Había cosas que a su edad ya no podía hacer. Con el tiempo irían siendo más.

Ciara había dormido tanto como su marido, que en esos instantes salía por la puerta, como siempre, en busca del periódico, mientras ella se ponía a preparar la comida. Definitivamente ya era invierno. El frío se hacía incisivo bajo la piel y el sol ya no brillaba en el cielo, siempre tapado y amenazante. La luz se filtraba a través de las nubes negras y densas. El ardor de los fogones era el único que calentaba la casa.

Al cabo de un rato, cogió el bolso, su capazo, y caminó con lentos pasos de anciano por la calle central hasta llegar a la tercera fila de casas, allá donde estaban más viejas y arruinadas. Entró en la más lastimera de todas ellas. La casa de la señora Concha.

Tocó a la puerta con el puño y esta pareció caerse bajo los suaves golpes de sus nudillos entumecidos. Una voz desde el interior la invitó amablemente a pasar y Ciara se sentó en el primer lugar que vio soltando un largo y estruendoso suspiro.

Concha estaba acomodada en la mecedora. Ofreció té a su invitada, siempre lo hacía cuando venía sola y nunca hablaban de nada en particular, simplemente gozaban la una de la otra con su té de jengibre.

-¿Cómo va Miguel?- se atrevió a preguntar la señora Concha mientras se acercaba la taza a los labios. El vaho caliente le empañó las gafas y tuvo que escuchar la respuesta de su amiga mientras las limpiaba con la manta que cubría sus piernas.

-Como siempre- dijo Ciara dispersa –no sale de su casa, tan solo espera.

-No debe faltar mucho.

-No, no debe, no.

Aún siendo varios años más joven, tantos que podríamos contarlos por décadas, Concha parecía más vieja y cansada que su querida Ciara. Más horrores habían visto sus ojos y más aquejumbrados se tornaron sus nervios. Todos en aquel lugar guardaban secretos, pero los de Concha eran los más terribles.

-Creo que tenían razón- dijo Ciara -no debí inmiscuirme en este asunto. De nada sirve la advertencia más que para acelerar la desgracia. A los próximos vecinos que vengan no les diremos nada, así al menos no me sentiré responsable de su destino.

-Eres una vieja idealista. Tú no querías salvar la vida de esos jóvenes, lo que buscabas era acabar con esta maldición para siempre, lo cual es imposible.

-Le pedí a Luisa que permaneciera con su marido en todo momento y que nos contara qué ocurría la noche en que viene el deforme- tomó un sorbo de té -No es que desprecie nuestra amistad querida Concha, pero sé que usted nunca me lo iba a decir y últimamente ardo en deseos, como bien ha dicho, de saberlo- meditó -Tal vez sí sea algo idealista.

-Con razón dices que no hablaré, de hecho, esta conversación se está alargando más de lo que debiera- fue ella quien entonces tomó el sobo de té -Y le puedo asegurar que cuando ocurra, Luisa tampoco hablará.

Entonces se quedaron ambas calladas. Una miraba distraída por la ventana mientras la otra ojeaba el fondo de la taza a través de la clara infusión. En la cocina todavía estaba la olla en que Concha había hervido agua junto a cardamomo, canela en rama, clavos, pimienta negra y, por supuesto, jengibre. Cuando era más joven añadía a la mezcla un par de cucharadas de té rojo, pero el médico le prohibió hace tres años los excitantes como la teína, cosa que nunca le habría hecho dejar de tomarlos si no fuera porque realmente veía que le sentaban mal.

-El invierno ya está aquí- dijo Ciara -¿qué traerá consigo?

Aquella era una pregunta retórica a la que sorprendentemente Concha logró hallar respuesta:

-Lo de siempre.

Pasaron un largo rato en silencio antes que Ciara decidiera retirarse, y cuando lo hizo, fue con un “adiós” ahogado seguido de pasos cortos de viejo sufridor mientras bajaba cada peldaño del porche. La señora Concha la vio alejarse, primero por la puerta y luego por la ventana, con su paso deliciosamente detenido y la espalda ociosamente curvada, hasta que desapareció de su vista. Una corriente traicionera se había colado por la puerta abierta y, aunque esta volviera a estar cerrada, se había quedado revoloteando dentro la sala, fría como la nieve, juguetona como un cachorro. La niebla estaba bajando de las montañas y pronto engulliría la pequeña urbanización de Sometimes. Dentro de unas horas sería de noche. El tiempo fue pasando lentamente mientras ella continuaba mirando por la ventana. Solamente comió dos naranjas, y mientras pensaba en el hambre que ya nunca tenía, se quedó dormida.

Cuando despertó, la luz que entraba por la ventana no provenía de las brillantes nubes del cielo, sino de las oxidadas farolas de la calle. Debió dormir durante unas horas, las justas para que el sol se pusiera de nuevo y la noche reinara con parsimonia. Cualquier persona maldeciría haber perdido la tarde, pero para Concha fue una bendición haber pasado ya otro día. Algo de bueno debía tener tomar té de jengibre a todas horas, el no ver tanto al sol como a las estrellas.

“Esa era la noche de todas las noches del año”

Concha hizo un esfuerzo para levantarse e ir al dormitorio. Estaba convencida de que si se acostaba de inmediato podría dormir un rato más, y la noche, en aquel lugar, mejor pasarla inconsciente. Fue al hacer un primer esfuerzo para levantarse de la mecedora cuando notó de nuevo la corriente de aire, esa misma que sintió en el momento de irse Ciara, pero estaba renovada, fresca y rápida de nuevo. Concha miró hacia la puerta y descubrió que estaba abierta. Por ahí se colaba su dolor de huesos. Se quitó una legaña del ojo y, dándose cuenta de que no veía con claridad, se puso las gafas que tenía colgadas del cuello por una cadenita dorada, encendió la lamparilla de la mesita y, de repente, una figura desconocida apareció sentada en el sofá donde antes había estado Ciara. Concha se sobresaltó. ¿Qué hacía aquel hombre a oscuras en su sala de estar? No tuvo tiempo de decir nada, el individuo se abalanzó sobre la señora Concha obligándola a sentarse de nuevo.

-Yo de usted no haría eso- dijo sin alzar la voz -y cuidado con el volumen –señaló con el dedo índice hacia su propia garganta.

El hombre estaba sucio, manchado, tenía media cara cubierta de sangre seca y el pelo enmarañado. A pesar de su lastimero aspecto actuaba tranquilamente y sus modos, dentro de lo que cabe, eran correctos y educados.

-Siento irrumpir en su hogar de esta forma tan vulgar, si es que a esto se le puede llamar hogar y a mi violencia “vulgaridad”, pero verá, realmente opino que nadie ha sido lo suficientemente brusco con usted. Me llamo Jesús y estoy dispuesto a ser el primero en hacerla hablar a la fuerza.

La señora Concha no lo había visto nunca y por mucho que se esforzara en recordar, tampoco le sonaba su nombre.

-Que no le engañe mi aspecto, no soy un hippie, sino un amigo de Miguel que cada día está más desesperado, si a lo nuestro todavía se le puede llamar amistad y si el término desesperado no se ha quedado corto- continuó –Ayer tuve un día muy malo, de esos que piensas no puede haber otro de igual, pero esta mañana, cuando me he levantado después de una excursión infernal, me he encontrado con uno de mucho peor, y sospecho que todavía no he visto nada ¿verdad? He oído decir que en este lugar existen días peores.

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