Blog Debaruch

martes, 2 de febrero de 2010

TREINTA Y DOS

Luisa volvió aquel mismo día al trabajo. A medida que se acercaba podía distinguir el gran chalet blanco inmaculado de tejado azul entre los árboles del campo. Aparcó el coche y saludó al señor Berlanga, luego, mientras caminaba por los jardines dirección a la entrada, pudo ver los mismos juguetes de siempre perdidos entre los arbustos.

-Buenos día señora Ferrer, la echábamos de menos- dijo el portero.

Luisa le sonrió pero continuó caminando sin aminorar la marcha. Estaba resuelta a hacer de ese día uno más, como si nada hubiera pasado, aunque sería difícil si debía aguantar las condolencias y palabras de apoyo de sus compañeros. Tuvo la tentación de preguntar a Berlanga si se habían marchado ya todos los padres, pero desistió porque ya sabía la respuesta.

Nada en aquel lugar había cambiado, excepto ella. La señora Ruiz continuaba en su mesa despacho de la entrada, con escasas hojas entre sus manos y escasas luces en su cabeza.

-¡Que alegría!- dijo mientras apuntaba su nombre en la lista de asistencia –ha necesitado su tiempo pero veo que está perfecta. ¡La veo radiante!

“Falsa zorra hipócrita de mierda”- pensó Luisa –buenos días señorita ¿Quiénes han venido hoy?- dijo Luisa.

-¡Oh!- Ruiz miró su lista –todos.

“Zorra”- pensó Luisa.

-Que tenga un buen día- dijo Ruiz.

Se encontró a la señora Comas en los pasillos. Siempre era la primera profesora que se encontraba y siempre lo sería. Su vejiga la hacía salir de clase más o menos cada cuarto de hora, el tiempo que solía retrasarse Luisa, y por eso la pillaba, como un reloj, de carrera al lavabo.

Se saludaron cortésmente y una se interesó por la otra con corrección. La señora Comas hablaba acariciando la cadenita de las gafas mientras Luisa esperaba el momento de preguntarle dónde estaba el señor director.

-¿Dónde está el señor director?

Contestando la señora Comas que ese día no había venido, que parecía ser, y que no saliera de entre ellas, que el subdirector Gómez tenía más contactos de los que parecía y que no se dedicaba sólo a tratar de quitarle el puesto al director, sino que también a conseguirlo de lo lindo. El señor director venía cada vez menos y, a su parecer, no tardaría en pedir la baja psicológica por acoso laboral. La señora Comas hablaba mucho y muy seguido, pero no parecía tener prisa por ir al baño, sino más bien pocas ganas de volver a clase. Luisa esperaba el momento apropiado para pedirle si sabía donde estaba el subdirector ahora.

-¿Sabe donde está el subdirector ahora?

La señora Comas dijo que probablemente estuviera en el despacho del director, que andaba mucho por ahí últimamente, para empezar a acostumbrarse a él, y Luisa opinó igual. Era un secreto a voces que el subdirector Gómez estaba en el puesto por enchufe, y bien sabido que no quería esperar a que el señor director se retirara. De hecho ¿para qué demonios necesitaban un subdirector en un lugar tan pequeño?

-A usted era a quien quería ver- dijo el subdirector Gómez cuando Luisa estaba a punto te tocar a la puerta. La hizo pasar y acomodarse en uno de los asientos.

-Lleva más de una semana sin trabajar- dijo -y quisiéramos saber si tiene para mucho o tenemos que descontarle esos días de las vacaciones- y dijo -Sé que el bueno del director mencionó que su incorporación no corría prisa, pero tenemos a una sustituta que también cobra, ¿sabe? Y su ausencia nos está saliendo cara.

En cualquier otra situación Luisa estaría violenta, se sentiría ultrajada y avergonzada, pero esa regaña era una trivialidad comparada con los problemas que tenía. Aunque ya estuvieran a punto de solucionarse.

-Si me ve aquí es porque quiero volver al trabajo. He estado sometida a mucha presión y tenido problemas familiares que ya he solucionado.

-Perfecto, debe dejar atrás todos sus problemas, incluso los más dolorosos. Tenga en cuenta que debe enfrentarse a una dura prueba.

-¿A que se refiere?

-¿Nadie se lo ha dicho? Se trata de David, vuelve a estar entre nosotros.

Fue entonces cuando Luisa perdió la compostura. Dijo lo que todos sabían; que ese era un centro de educación especial, no una clínica, que no estaban capacitados para llevar casos graves como el autismo de David y el desequilibrio emocional de intervalos violentos. La respuesta fue sorprendente.

El nuevo psicólogo interino, que se encargaba desde hacía unos días de realizar tests a los aspirantes a ingresar en el centro Sans, había dictaminado que David no sufría ninguna de las dolencias por las cuales había sido expulsado de él, y que si tuvo un arrebato violento fue causado seguramente por el otro niño. Por supuesto, en un tema tan serio los resultados del test fueron rebatidos y comparados con las opiniones de los doctores de Son Llatzer y, si es cierto que David estaba mal, no estaba tan mal. Nadie podía explicarse como había sido capaz de salir del trance profundo en que se encontraba sumido para volver de repente a la conciencia, pero autismo era un diagnóstico apresurado.

No podían discriminarlo ni negarle el acceso a la escuela, eso habría ido en contra de las normas del estado que tan generosamente invertía dinero aún tratándose de una escuela privada. Sólo le quedaba ser paciente y tenerlo vigilado.

-¿Está aquí?- preguntó Luisa asustada.

-Por supuesto, en el aula uno. Se muere de ganas de verla. Entre nosotros, no es el único. Los niños la echan de menos, su sustituta es algo estirada. Lo primero que dijo David al volver fue ¿No está Luisa? Ya sabe como son estos niños, se encariñan mucho con la gente. Por supuesto lo tenemos apartado, de momento no es buena idea que juegue con los demás chicos, podría acordarse de… cosas.

Luisa echaba de menos el hablar telefónico del señor director. En parte era ridículo, pero también simpático. El señor Gómez hablaba como si tuviera tizas de colores metidas en el culo. Era hiriente e inseguro.

A menudo, en los motivos que nos llevan a hacer las cosas, hay uno con más peso que los demás, y ese es el que nunca se dice. De modo que Luisa salió del despacho del director sin mediar palabra y se dirigió hacia el aula número Uno. Estaba cerrada por fuera. No hacía falta saber que a parte de lo que dijeran los médicos, aquel niño había matado a otro, de modo que había que tratarlo con respeto. Todos sabían que la vuelta de David al instituto Sans era temporal. Pronto vendría alguien para encerrarlo en algún lugar rebosante de drogas. La justicia es lenta, pero los padres del pobre Tom no permitirían que quedara todo así como así.

David estaba marcado y su futuro escrito: quedarse toda la vida mirando las baldosas de un hospital como Oriol Sampedro.

Luisa corrió el cerrojo y abrió la puerta. El niño de su interior estaba alzado en pleno centro, no se parecía en nada al que vio agonizante en el triste cuarto del pabellón de psiquiatría. Su mirada era doliente, pero veía, su sonrisa forzada, pero reía. Parecía un niño, el más cansado y escuálido, pero al menos un niño.

-Hola David- La habitación estaba oscura. Las cortinas corridas y tan solo algunas luces de neón encendidas -ya le dije a esa enfermera tuya que me habías hablado, pero no me creyó- Trataba de dirigirse a él como se supone se habla a un niño. Con simpatía en la cara y la boca tan abierta que podía tragarse una manzana, las cejas arqueadas, las manos danzando, como si estuviera contando un chiste. Pero David no reaccionaba, permanecía quieto con los brazos pegados a los costados y el pelo del flequillo tapándole los ojos.

-¿Recuerdas lo que me dijiste en el hospital?

David negó con la cabeza.

-Me pediste que tuviera cuidado, que no me fiara…

-De tu marido. No te fíes de Miguel. Sólo le queda un día.

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