Blog Debaruch

miércoles, 10 de febrero de 2010

CUARENTA

Luisa estaba tumbada en el sofá con un chándal gris. Había acabado de cenar y se disponía a pasar una tranquila velada frente al televisor con la esperanza de pillar alguna película que se dejase ver y así darle un descanso a la teletienda. Estaba encantada, Miguel volvía a ser el de siempre, había superado la crisis que le oprimía y esa noche cenaron juntos e hicieron bromas sobre todo lo que se podía bromear. Los ánimos, sin embargo, estaban contrariados.

Al descubrir por la mañana que el coche de Jesús ya no estaba aparcado donde lo dejó anoche, decidieron que lo mejor sería llamar a la policía contándolo todo, o todo lo que se pudiera contar. Por un lado, Luisa se sentía tranquila al descubrir que no lo había matado, pero también preocupada por si trataba de acosarla de nuevo. El resto de la tristeza, el resto de la pesadumbre y falta de vigor, estaban en delatar a la justicia a quien antes consideraban un buen amigo. Les había estado ocultando la muerte de Marlen, y eso era bastante incriminatorio. “Pero ¿Y si fuese verdad que esa chica dijo la palabra la misma noche que Miguel y debido a eso falleció?- pensaba -No, imposible. La maldición tarda unos días en cumplirse. La muerte de Marlen fue demasiado precipitada, además, Jesús no sabía como cortar con ella, bromeaba con su muerte. “Aunque me duela el alma, creo que es culpable” pensó Luisa. Miró a Miguel fregando los platos con unos pantalones anchos de lino y una vieja camiseta de propaganda de cerveza. Cuando fue a coger un trapo para ayudarle a secar los vasos, sus miradas se cruzaron y sonrió –“Yo no puedo hacer nada más que disfrutar de mi casa y mi marido.”

Cuando Miguel se sentó a su lado le dio un beso apasionado sin decir nada, pero cuando quiso darse cuenta, tenía sus manos tratando de alcanzar sus pechos por el cuello abierto de la camisa. Sus besos se acrecentaban con desespero, al igual que los alientos, chocando el uno contra el otro, atravesándose entre ellos, estrellando contra la piel. El aire que hacía un momento estaba en los pulmones de Luisa, pasaba ahora a los de Miguel. La joven se apartó ligeramente para buscar refugio en el fervor de la mirada de su amante, quien dejó de acariciar los pezones que enjoyaban su pecho para levantarla en brazos y llevarla al dormitorio. Por el camino ambos recordaban el aliento de aquellos besos y ardían en deseos de repetirlos.

Fueron llevados como por el espíritu de un encantamiento. Todo a su alrededor desapareció excepto sus cuerpos desnudos y los olores de un sudor dulce y tímido por el invierno que los envolvía. Miguel la penetró y Luisa lo abrazó con sus piernas, agradecida de todo corazón por que su marido había vuelto a casa.

A ella le dolían los tobillos, y cuando levantó las piernas para complacer a Miguel, este vio cinco grandes marcas moradas en cada uno. Como los dedos de una mano.

Después de hacer el amor permanecieron abrazados como tantas otras veces. Unos largos minutos en que los corazones se acompasaron y la respiración sosegó. Al cabo de un rato, y varios besos de rutina postcoital, Luisa se levantó poniéndose el albornoz para ir al baño. Cruzó el pasillo a oscuras y una sombra al final del camino hizo lo mismo que ella, detenerse en seco.

Asustada, se echó atrás y volvió a entrar en el dormitorio.

-Creo que alguien ha entrado en casa- dijo suavemente. No podía dejar de pensar que era el décimo día desde que su marido dijese la palabra por lo que secretamente deseaba que fuera Jesús.

Miguel se destapó mostrando toda su desnudez sin pudor y rebuscó por sus vaqueros por el suelo.

-Vístete- le ordenó a Luisa antes de salir al pasillo, luego se aventuró en la oscuridad.

El frío de las baldosas le helaba los pies y su respiración volvió a acelerarse, pero esta vez no de fulgor ni pasión, sino de angustia. Dio al primer interruptor pero la luz no se encendió, repitió el gesto tantas veces que el “clic” del pulsador se convirtió en una canción. Continuó caminando en dirección a las escaleras. Sus ojos se acostumbraron pronto a la oscuridad. La azulada luz de la luna se colaba por las ventanas haciendo resplandecer los cristales y los muebles lacados, brillos propios de una casa nueva.

Desde lo alto de la escalera escrutó el salón. Tenía el mismo tono azulado del pasillo pero con todavía más sombras, de repente, una de ellas se movió. Miguel dio un paso atrás y al hacerlo chocó contra algo que le impidió retroceder. Contuvo un grito antes de darse cuenta que se trataba de Luisa, quien le había estado siguiendo de cerca con una barra de hierro.

-Maldita sea- dijo mediante indignados susurros -vuelve a la habitación.

-Te he traído esto.

Le pasó la barra y miguel se dio cuenta que jamás la había visto antes. Luisa se percató de su incertidumbre y confesó:

-Es una pata de la cama de invitados- algo más tranquilo, Miguel continuó descendiendo por la escalera. Luisa no se separó de él -¿crees que es Jesús?- dijo sin subir la voz, luego pensó en lo que le había dicho el pequeño David la última vez que lo vió en el centro Sans:

“Le queda un día”.

-No me cabe la menor duda- dijo Miguel -no puede ser otro.

Cuando puso el pie en el último escalón, levantó la barra por encima de su cabeza, tomó la esquina, y volvió a bajarla en posición de defensa. Miró el teléfono.

-Vamos a llamar a la policía. Tú no te separes de mí.

Atravesar el salón a oscuras en busca del teléfono significaba ponerse completamente al descubierto y desvelar la posición. Cualquiera que estuviera escondido en aquel lugar podría verlos en el momento de coger el auricular, pero sorprendentemente sucedió justo al revés. Una sombra se movió delatándose. Era una silueta sentada tranquilamente en el sofá, bajo la ventana. La primera en percatarse de su presencia fue Luisa, quien le dio una fuerte palmada en la espalda a Miguel.

Este se detuvo en seco, dio la vuelta y antes de abrir la boca se aseguró de que su voz sonara fuerte y segura de sí misma. No se podía permitir mostrarse tan asustado como en realidad estaba. Volvió a levantar la pata de la cama, no como una amenaza, pues el intruso se encontraba en la otra punta de la habitación, sino para que la sombra del sofá viera que no iba con las manos vacías.

-¿Quién eres?- gritó Miguel.

La sombra rió lánguidamente, tornó el rostro con suavidad y la luz de la luna le iluminó media mejilla. Tersa y pálida como la misma luna, devolvió esa luz como un espejo.

-Siempre preguntáis lo que ya sabéis.

Miguel y Luisa retrocedieron debido al impacto de aquella extraña voz. Sonaba fuerte y distante, irreconocible y gutural, arrastrando un extraño eco o reverberación que le daba un matiz de ultratumba. Era una voz espantosa, inhumana.

-Vuestra ansia de conocimiento es ridícula, pero suficiente como para que yo esté aquí. Alegraros, pues, porque la liturgia va a celebrarse esta noche y tú, Miguel, eres el nuevo cordero, el nuevo hermano, la sangre, la ofrenda. Esta noche tú lo eres todo, y descubrirás por fin los umbrales del dolor, fin verdadero del hombre, finalidad de la carne e iniciación de nuestro culto. Esta noche vendrás conmigo, y no te preocupes, al principio nadie cabe... pero finalmente vendrás.

Cuando el extraño invitado se puso en pié nadie dudo ya en afirmar que era el deforme. Todas las medias verdades ganaron enteros y los temores, aun los más remotos y recónditos, cobraron terrorífico realismo. Aquel hombre, si se podía llamar así, era mucho más alto que cualquier otro que Miguel hubiera conocido, y cuando se acercó a la ventana, quedó claro que su palidez extrema se debía a que su cuerpo entero carecía de sangre. Su piel tenía un tono lechal, marmóreo. Esa presencia no era en nada similar a la del señor Huguet. Aquel se había presentado a plena luz con la apariencia de un hombre vulgar, el deforme lo hacía entre sombras con la apariencia de un muerto. Las ropas que llevaba eran elegantes y en su mano portaba un enorme maletín de cuero negro que no soltaba para nada.

Su aspecto era horrendo a pesar de no ser como Miguel se había imaginado. De hecho, el nombre deforme le llevaba a pensar en otra clase de atrocidades, sin embargo ese hombre estaba entero y normal, por lo que podía apreciar a media. Tenía un par de cicatrices en la frente que subían verticalmente desde los ojos en paralelo hasta el cuero cabelludo. Su pelo, liso y estirado hacia atrás, no tenía longitud suficiente para atárselo en coleta. Aquellas cicatrices, aunque visibles, no deformaban su cara, de hecho era bastante atractivo. Difícil encasillarlo en una edad concreta.

Luisa estaba aterrada, se agarró con tanta fuerza del brazo de su marido que le hizo daño, sin embargo Miguel continuaba impávido, con la vista clavada en su invitado y repleto de una incomprensible tranquilidad.

-¿Qué es lo que quieres hacerme?

-Tan solo lo que has pedido.

-Entonces acabemos cuanto antes- Miguel agarró los brazos de Luisa por la espalda y la sostuvo frente a él ocultándose tras su cuerpo delgado.

-Querido Miguel, te estas precipitando. Todavía faltan invitados a nuestra pequeña reunión ¿Qué es una misa sin reverendo? Y más en una celebración tan especial, donde recibirás nuestro sacramento más importante, nuestro bautizo.

Entonces las paredes temblaron y un pequeño terremoto hizo que se cayeran los cuadros de las paredes. De repente el suelo se abrió en dos dejando una enorme grieta que separó a los jóvenes del deforme, y de ella surgió una luz cegadora. Algo empezó a asomar, algo que salía del suelo para entrar en nuestro mundo, sin forma definida pero enorme. Era como un gran árbol de oscuro tronco cuyas ramas estuvieran inclinadas hacia abajo, al igual que las del sauce llorón, soportando un terrible peso, algo que todavía no hubiera surgido del agujero abierto.

La nueva mesa del comedor se precipitó al vacío por aquel portal abierto en el suelo del salón. Luisa intentó zafarse del abrazo de Miguel pero le fue imposible. No entendía nada y estaba absorta con el extraño árbol cuyo tronco continuaba creciendo sobre la grieta. Hacía tan solo unos minutos estaba teniendo un orgasmo junto al hombre que hora parecía retenerla bajo algún oscuro propósito.

“Traición” era la primera palabra que venía a su mente.

Y el árbol no cesaba de crecer, hasta que sus ramas como tentáculos salieron también del suelo. Entonces Luisa gritó.

Cada uno de los brazos que surgían de la copa del negro y grueso tronco sujetaba el miembro de un cuerpo humano completamente decaído. No lo sujetaban, lo penetraban, eran parte de él, como unos tendones extremadamente largos e inflamados que surgieran de la carne de los miembros de esa persona para unirse a ese tronco vegetal y oscuro. Otros tentáculos penetraban en aquel cuerpo por diferentes lugares, como la espalda, los pies, rodillas y manos, detrás del cuello y encima de la cabeza. Cuando el árbol empezó a mover las ramas, quedó claro lo que era: una marioneta, un títere humano.

Levitaba por encima del pavimento con un realismo pasmoso, pero aquel cuerpo estaba muerto. Aunque las expresiones de su cara cambiasen, no expresaban ningún verdadero sentimiento. Variaba de la más radiante felicidad a la más profunda tristeza o el más oscuro enfado. Era un rostro sin termino medio, y eso denotaba su falsedad de sentimientos reales, su falta de humanidad, pues quien realmente lo movía era ese árbol con tentáculos que nacía Dios sabe donde. En las profundidades, bajo el suelo. El lugar que Oriol Sampedro no dejaba de vigilar nunca.

Todo aquello era demasiado. Imposible no dudar de la cordura en un momento como ese. ¿Seria todo una alucinación? ¿podía deberse aquello a una psicosis colectiva? Tal vez al introducirse tanto en aquel escabroso tema fuese el tema quien se hubiera introducido en ellos. Luisa trataba de buscar alguna lógica a todo, pues lo que veían sus ojos carecía de ninguna. Sin embargo, Miguel continuaba tranquilo, asombrado, pero tranquilo.

-Tú debes ser Miguel- dijo la marioneta humana. Tenía la misma extraña voz que el deforme, pero algo más aguda, más humana -por fin nos conocemos.

Sonreía mostrando todos los dientes perlados y luego relajaba las facciones en una mueca grotesca. Sonrisa, mueca, sonrisa, mueca, incluso cuando hablaba. El árbol con tentáculos hizo levitar a la persona frente al joven matrimonio, como si viera a través de los ojos de la marioneta. Se acercó tanto que pudieron ver claramente las cicatrices de sus brazos y piernas, algunos cosidos, algunos grapados y todos ensamblados. Vieron de cerca como las ramas se introducían por sus muñecas con muñones de sangre seca. Ese era un hombre de macramé, construido a base de retales de otros hombres. Un puzle. La pareja comprendió entonces las dos cicatrices de la frente del deforme, y que su belleza estaba buscada y conseguida. Belleza construida. Así como al tener un hijo nadie sabe que aspecto tendrá, si va a ser hermoso u horrible, si podrá gozar de una vida considerada normal o pasará su infancia en un lugar como el centro especial Sans, siendo atendido por becarios y arriesgándose cada mañana a morir con la cabeza aplastada bajo un camión de juguete. Esos hombres no, ellos habían creado su propia belleza como en una clínica de estética en que no se arregla una parte de la cara, sino que se cambia directamente por otra más hermosa. Era un saco de mil piezas, todas distintas y unidas en armonía.

Eran los hombres puzzle.

¿De donde venían esos extraños personajes? Fuera de donde fuere, eran capaces de hacerse una imagen, ajena o propia, a su antojo y elección. En el mundo masoquista donde la religión es explorar los umbrales del dolor y donde la muerte parecía solamente un mal trago. Las cicatrices son bellas, hermosas, y mientras más grandes, abultadas o profundas fueran, mayor era su belleza. Y allá radicaba la cordura. No en la búsqueda de algo bonito, sino en el acontecimiento de malograr esa belleza. Cuanto más hermoso el cuerpo a destruir, más valiosa se tornaba la cicatriz. Belleza y decadencia. Crear algo bello de retales humanos para disfrutar más al mutilarlo.

Pero ¿era la cicatriz que acrecentaba el brillo del físico o el físico que acrecentaba el brillo de la cicatriz?

Probablemente ambas por separado no valían nada, pero su unión era tan fascinante que hacían imposible apartar la mirada. Luisa se sentía saturada, como si estuviera en el momento anterior a despertar de una pesadilla, en el instante en que uno se da cuenta de que todo es demasiado extraño para ser real y, sin embargo, no podía despertarse.

De cada extremo de la grieta del suelo ascendieron dos personas más. Un hombre y una mujer, igualmente hermosos, cosidos y grapados. Rejuntados. Portaban prendas oscuras y hermosas, como parte del resultado final que era su cuerpo, y también maletines oscuros iguales al del deforme. La mujer era rubia y tenía el pelo muy estirado por una larga coleta demasiado subida en la nuca. Su cuerpo, una escultura pluscuamperfecta de ojos ámbar y piel pálida. Su rostro, hermoso, muy similar al del hombre que la acompañaba. O bien eran gemelos, o bien los construyeron juntos. No dijeron nada, se quedaron cada uno en su esquina gozando de un supuesto segundo plano.

-Ya estamos de nuevo fuera- dijo el “títere” dirigiéndose a todos –llamados por “Miguel”, quien desea unirse a nosotros. Dinos Miguel, ¿es tu alma la que debemos apartar del camino?

Antes de poder contestar, tanto el deforme como la pareja de gemelos abrieron sendos maletines. Dentro de ellos, una infinidad de brillos relucientes reflejaron la luz de la luna. Unidos a un forro de terciopelo rojo, gran cantidad de instrumental aparecieron en su interior. Era complicado adivinar sus formas en la oscuridad, pero asemejaba material quirúrgico, viejo y oxidado, como de una época en que no existiera el acero carbonatado. Cuchillos curvos, recipientes de pírex, bisturís serrados con varios filos, ganchos y anzuelos, formas tan extrañas como intrigantes artilugios mecánicos. Tijeras perforadoras, martillos afilados, sierras descomunales y aparatos con bisagras. Y cuerdas, cintas y cinturones de todo tipo. Nylon, cuero con hebillas, esparto, plástico, alambres y metales.

Miguel pudo imaginarse el frío metal cortando su carne e hizo más presión sobre los brazos de Luisa, a quien continuaba teniendo presa. La chica gritó tanto de miedo como de dolor, gritó de una manera tan fuerte y desgarrada que le dolieron los pulmones. Ciara le hizo prometer que estaría al lado de Miguel en todo momento, pero ahora no podía escapar. Su marido la iba a dejar a merced de aquellos hombres. No sabía como lo sabía, pero así era. Todas aquellas cuchillas llevaban su nombre, aunque la palabra prohibida la hubiese pronunciado en hombre que ahora la sujetaba, sabía que el tormento era para ella. Recordó entonces las palabras de Tom en lo alto de su escalera: “Van a llevarte con ellos. Ya lo verás”

-¡Esperad- gritó Miguel -no es mi alma la que debéis llevaros ni mi cuerpo el que deba experimentar los umbrales!

Dio un paso adelante con su mujer a modo de escudo sin dejar que se moviera, entonces recitó las palabras que la señora Concha le había confiado en la intimidad de su dormitorio días atrás:

-Al.laia futsëa commund waltzsd.

El deforme sonrió desde el fondo de la sala como si comprendiera perfectamente el significado de esa confusa pronunciación, entonces comenzó a caminar hacia Luisa. Su paso era lento y acompasado, como si los huesos que descansaban escondidos dentro de aquella carnaza amoratada no encajaran bien entre ellos. Al llegar a la gran grieta que dividía la habitación en dos, no tuvo problema para atravesarla sin caer en su interior, por lo que en seguida apareció a escasos metros de ambos. Los gemelos se orientaron en su misma dirección colocándose uno a cada lado del deforme. Todos tenían su maletín abierto mostrando con orgullo el interior, y, encima de ellos, flotaba la marioneta del oculto titiritero.

-Entréganos pues tu ofrenda, y observa las nuevas sensaciones de las que no podrás gozar hoy.

El deforme tomó a Luisa y los gemelos la rodearon rápidamente con cuerdas. El tacto de aquellos hombres era frío, firme pero sin pulso en las muñecas. Ningún corazón latía en ningún pecho.

El secreto que Jesús había descubierto estaba a punto de averiguarlo Luisa demasiado tarde. No hay forma de escapar a la muerte, la indefensión se aprende cuando es infalible, y así era en aquel lugar. A todos quienes dijeron “Sometimes” una vez ha anochecido les esperaba la tortura eterna de la carne, de los nervios y las almas, pero en efecto existe una salida tan simple como terrible: cambiar tu cuerpo y tu alma por la de otra persona. No es sencillo, y las palabras deben pronunciarse con cuidado, pero es la única manera de burlar a la muerte.

Que él supiera, tan solo la señora Concha había utilizado esa puerta para escapar de su destino. Después de hablar con ella, Miguel estaba seguro que, años más tarde de cambiar su vida por la de su marido, habría preferido ser ella quien sufriera eterno tormento. La culpabilidad era demasiado grande, pues había entregado al hombre que más la amaba. No quiso dejarse cortar los miembros llegado el momento, como le había pasado a él.

-¡Hijo de puta!- le gritaba Luisa -¡eres un hijo de puta!

Miguel se echó a un lado acongojado mientras con la mente fría y el llanto en los ojos pensaba: “Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento, lo siento, lo siento” pero acurrucado en una esquina, prefirió el arrepentimiento que no la muerte y el dolor.

Por eso mismo deseaba que su mujer estuviera a su lado en todo momento, para poder canjearla. Por eso no quería que Jesús investigara, por si averiguaraba demasiado.

Para Luisa, todo a su alrededor era oscuro, todo negro y todo azul, también plateado, verde y rojo, como la sangre que brotaba de sus muñecas, atadas a la espalda demasiado fuerte con alambre de espino.

Las voces e insultos se convirtieron en agónicos gritos y desesperación. Podía ver la decoración del salón de manera distorsionada por las lágrimas de sus ojos. Los cuadros rotos en las paredes, las lámparas de las esquinas, los muebles con sus libros y adornos. Todo lo había hecho ella con un gusto exquisito. Había decorado la casa con gran acierto y singularidad convirtiéndola en un lugar donde vivir. Luisa era capaz de huir del mundo incluso en momentos como ese. Pensó en Jesús, en la poesía que había podido escuchar en el bar de la editorial, en su boda, pudo pensar en muchas cosas mientras los primeros filos le acariciaban los pechos cortándole la piel tan superficialmente como el papel la yema de los dedos.

“Vas a experimentar los dolores más agudos- pensaba -aguantar un sufrimiento inaguantable durante horas, explorar los umbrales y sostenerlos sin vacilación. Tal vez junten mis restos con los de un perro... si tuviera perro. Imagino que al no ser así tratarán de ser creativos”. Luisa sonrió. El reloj de la pared marcaba las dos y veintisiete. La misma hora que viera en el reloj parado de su sueño. Cayó en la desesperación y volvió a maldecir el nombre de Miguel hasta que se le ocurrió algo.

Abrió los ojos y miró por la ventana. Era de noche. La noche de todas las noches del año, la más oscura y la más larga, eterna, ancestral como ella sola, tan solo rota por breves periodos de día. Miró de nuevo hacia sus paredes, su querido hogar, donde tantas esperanzas e ilusiones había depositado. Los cimientos estaban en Sometimes y ¿qué era lo que no podía decirse en Sometimes una vez había anochecido?

-¡Un momento!- gritó Luisa.

Los hombres de ultratumba se detuvieron. Un trabajo como el suyo implicaba una paciencia infinita, y les agradaba escuchar las palabras, promesas, juramentos y tratos que sus torturados les proponían llevados hasta la locura por el más excelso dolor.

Luisa miró a Miguel en ese momento, su esposo, su mejor amigo, su Judas Iscariote. Se encontraba acurrucado en el suelo, asustado y tratando de no mirar las atrocidades que le estaban haciendo. Cuando sus miradas se encontraron no hubo amor en ninguna de ellas. Esos mismos ojos habían estado mirándose llenos de pasión, habían sonreído bajo las velas de una cena, habían deseado un compromiso y pedido un beso en varias ocasiones, ahora Miguel pudo ver por primera vez el odio en la mirada de quien antes no podía vivir sin él. Y también una maliciosa sonrisa.

Luisa tomó aire. Le costó horrores que llegase a sus pulmones pues era como si se hubiese solidificado en la sala. Tragó saliva y, entre el mareo y la calma que la pérdida de sangre le otorgaban, dijo sin contemplaciones lo único que nadie esperaba oír:

-SOMETIMES.

Todo se heló en ese momento. El deforme bajó sus brazos manchados de sangre ajena y los gemelos se apartaron despacio. Luisa miró de nuevo a Miguel y volvió a sonreír, esta vez más perversamente. Un chorrillo de sangre caía por la comisura de sus labios. Miguel se enjuagó las lágrimas y descubrió con horror que su mujer no era la única que le estaba mirando. El deforme y los gemelos también lo hacían, pero con semblante serio y amenazante. El títere sonreía.

-¿Qué ocurre?- dijo asustado -Os la he ofrecido a cambio de mi alma, es vuestra. ¡Tomadla!

Los tres hombres empezaron a caminar hacia Miguel dejando a Luisa tranquila. Todos llevaban grandes y afilados objetos en sus manos y andaban con los brazos pegados a los costados.

-¿Qué hacéis? ella es vuestra, ¡ella! Al.laïa Futsea…, Al.laia futsea…

El deforme dio los últimos pasos mientras levantaba su brazo armado. Miguel lo observó descender desde el suelo, también vio como tres hombres muertos se arrojaban sobre él. Enormes, altos, impasibles. La sangre le nubló la mirada y todo lo que Miguel pudo ver se tiñó rojo.

-Es inútil- dijo la marioneta desde lo alto mientras los demás continuaban clavando metales en su cuerpo, introduciéndole acero -Sin duda has menospreciado la inteligencia de tu esposa. No comprendo el porqué, pero no quiere venir con nosotros... al menos de momento.

Cuando los hombres se apartaron del cuerpo de Miguel, este sangraba por todos lados. Una sustancia blanquecina le resbalaba por el estómago y en partes de su cuerpo la piel había sido arrancada a tiras. Sin embargo continuaba vivo. Los gemelos eran especialistas en infligir dolor sin que la víctima muriera o perdiera la conciencia, es más, estimulaban partes del cuerpo y golpeaban zonas de la cabeza que hacían más sensible el cuerpo de los hombres.

Miguel estaba tan destrozado que era incapaz de hablar, tan solo pensaba “¿por qué, por qué?” sin poder expresar sus dudas en voz alta, sin embargo el títere decidió darle una explicación con su espantosa voz gutural y su artificial movimiento de brazos.

-Sencillo es adivinar que por una invocación venimos a por tu cuerpo. Bien has averiguado que con otro rezo puedes cambiar tu alma por otra, pero no puedes ofrecernos una que ya nos pertenece, que se nos entrega ella misma legítimamente. No puedes canjearla pues una vez dicho “Sometimes”, ya es nuestra, y vendremos a buscarla dentro de diez días. ¿Dónde está entonces la que tú nos ofreces? ¿Donde está el cambio? Aquí no vemos a nadie más que puedas darnos, de modo que cogeremos al que ha dicho la plegaria, la invocación, la palabra. Te cogeremos a ti como estaba previsto en un principio. Y tú, Luisa, espera la visita de nuestro señor Huguet, está preparado aquí abajo, contento de que también quieras unirte a nosotros. Luego volveremos por ti- se despistó ligeramente y dijo -¿Cabe ya Miguel por el agujero?

El deforme no se volvió para mirar al títere, le contestó observando extasiado como la sangre salía de las venas.

-Todavía no, pero cabrá. Al final todos caben.

Las normas de aquella logia de “no muertos” resultaron ser estrictas. Quien dijera la palabra disponía de unos diez días antes de morir, quienquiera y cuandoquiera que lo hiciese, siempre que fuera en Sometimes habiendo anochecido. Poco importaba que se tratara de la moneda de cambio de Miguel. Si dijo lo que no debe ser dicho, se convirtió en una “maldita” y vendrían a por ella a su debido tiempo. Miguel necesitaba a algún otro por el que canjearse, pero no lo tenía.

El alma sufre a través del cuerpo y por eso siempre se llevan una parte. Luisa se desmayó llevada por la falta de sangre y la impresión de lo vivido, tan solo una cosa más pudo ver antes de cerrar los ojos y que su cabeza golpease fuertemente contra el suelo, y fue como la grieta empezaba a estrecharse hasta alcanzar prácticamente el diámetro del tronco del árbol con tentáculos que de ella salía. El títere saltó impulsado por él y agarró con un mortal abrazo a Miguel del suelo, lo elevó por los aires y lo acunó como a un niño antes de llevárselo a las profundidades. Pero el agujero que quedaba en el suelo era demasiado estrecho. El cuerpo deforme de la marioneta pasó atravesando las frías baldosas de forma mágica, como si no estuviera hecho de materia física, sin embargo el cuerpo de Miguel no pudo hacer lo mismo y la sangre y los miembros y varias de sus partes salpicaron las paredes y el techo. Trozos de hueso se clavaron en los marcos de las puertas.

Luisa sabía que por muy mal que acabara su cuerpo, los tormentos seguirían allá lejos. Bajo el suelo.

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