Blog Debaruch

sábado, 23 de enero de 2010

VEINTIDOS

Era uno de esos días en que ha dormido mal y todo parece más difícil y pesado. Las cosas buenas son menos buenas, pero las malas también menos malas. La falta de sueño coloca al individuo en un estado de observación constante. Quien observa, no el observado. Hace que la vida parezca irreal, y lo más importante, que la tomemos menos en serio.

Luisa hizo el desayuno aun sabiendo que Miguel no iba a comer nada. Necesitaba sentir que todo era normal, como si se acabase de casar y viviera feliz en su nueva casa, siempre alegre y haciendo el amor.

Hipocresía necesaria. Falso consuelo.

Su marido estaba algo más comunicativo. Caminaba por la casa, buscaba una corbata, pero continuaba con un incalculable peso sobre sus hombros, y si en la pasada madrugada hubo un momento en que todo pareció ser como siempre, ahora volvía a estar raro y distante.

-He llamado a la oficina para decirles que no voy a ir- dijo Miguel desde la otra habitación.

Luisa se sirvió zumo y comenzó a beber sin despegar los labios del vaso de esa manera en que pensamos mientras vemos como el fondo se va vaciando. Al tragar iba respirando tranquilamente por la nariz. Era hipnótico, relajante. Al terminar el zumo preguntó a su marido porqué buscaba una corbata si no pensaba ir al trabajo, y este le respondió que no lo sabía, que simplemente era lo que hacía por las mañanas.

El teléfono sonó. Mil campanas de nuevo y el recuerdo de una noche de pesadilla.

-Buenos días, ¿la señora Ferrer?

La voz le resultó familiar pero no debía serlo tanto si llamaba con tan educadas maneras.

-Yo misma.

-Llamo del hospital de Son dureta, usted estuvo ayer aquí y nos pidió que la avisáramos sobre el estado de Tomas Adrover...- “ya está- pensó Luisa –es la voz de la enfermera Débora” -...siento comunicarle...

El pequeño Tom no pudo estar en casa de Luisa la noche pasada, aunque ella lo viera claramente. Dos médicos y tres enfermeras podían atestiguarlo. El niño murió de madrugada a pesar de los esfuerzos del personal, más o menos una hora antes del amanecer, en el momento más oscuro de la noche.

Colgó el teléfono consternada. Lágrimas de miedo, furia y pena en los ojos. Al igual que Proust en el tiempo perdido, el suave y lento movimiento de llevar el auricular de su oreja al soporte se convirtió en un gesto eterno en que repasó su vida entera y pudo sopesar qué hacer. Su cabeza racional le aconsejaba volver al trabajo, pero su cuerpo le pedía que se tumbara en el sofá durante semanas en periodo de inactividad total.

Aquella muerte había sido en parte culpa suya. Por su falta de atención, por su falta de orden en el trabajo.

El teléfono se convirtió en una magdalena, y justo cuando la mojó en su café con leche, volvieron a sonar las mil campanas estridentes y acompasadas. El desayuno volvió a convertirse en un teléfono, y el regreso a la realidad fue tan violento que sintió vértigo por viajar tan rápido.

Tal como había colgado volvió a descolgar.

-¿Diga?

Silencio- hola –silencio- soy Jesús, ¿puede ponerse Miguel?

Luisa asintió sonriendo, le alegraba escuchar una voz conocida, aunque fuera de Jesús, el colega soltero y vividor de su esposo. También era un chico alegre e inteligente que la hacía reír. Sabía que todo lo malo que había hecho Miguel en su vida fue influenciado por ese joven, pero también sabía que era un buen amigo y, después de todo, su esposo volvía siempre a casa con ella. Y también necesitaba un amigo. Además, ¿no se habían convertido ya todos esos problemas en triviales?

Luisa llamó a Miguel, que acudió lentamente, con parsimonia. Agarró el aparato y ella se marchó a la cocina para dejarlos hablar a solas.

Sin saber en qué emplear el tiempo, Luisa empezó a recoger el desayuno. Colocaba cada cosa maniáticamente en su sitio. Incluso los vasos, no era suficiente que estuvieran en un estante del armario encima del fregadero, debían estar también colocados boca abajo en zig-zag, juntos, pero sin tocarse entre ellos y, a ser posible, a la misma distancia. Tal era su obsesión de la casa perfecta con el marido ideal y la vida soñada. A todas luces una ilusión.

-Jesús quiere que te pongas.

Luisa se sobresaltó. Tenía los nervios a flor de piel y bastaba una frase inesperada para que saltaran como fuegos de artificio. No estaba segura de poder aguantar aquel estrés por mucho más tiempo. Tuvo miedo de caer en una crisis o de volverse loca. Su marido se había acercado hasta ella sin hacer ruido, con sigilo, como un gato y... ¿de que diablos quería hablar Jesús con ella?

-Coge tu chaqueta y ven a la editorial. No le digas nada a Miguel, te lo explicaré cuando llegues.

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